

Nos creíamos Lord Byron en Tafí del Valle, reunidos frente al hogar de su casa de piedra, con el vino girando entre las manos y el cerro envuelto en esa niebla fina, casi marítima, que los ingleses llaman bruma. Marcos Green era el anfitrión y el que había propuesto el juego: cada uno contaría una historia, pero no cualquiera, sino de esas que merecen la palabra “cuento” cuando la noche lo pide. Claro que todos sabíamos que él tenía la mejor, y él lo sabía también. Esperó hasta que el fuego fuera puras brasas y atacábamos el queso picoso ayudados por un vino regional que Marquitos ponía siempre en unas jarras con blasones británicos. Era la noche de un día casi idéntico, envuelto en ese humo blanco y tenue, como salido de un nebulizador.
—Mi padre —dijo— se ha leído casi toda esta biblioteca al menos dos veces... una después de morir.
Nos reímos, pero él no tenía tono de chiste.
—Murió lejos, en Inglaterra, en casa de su prima en su . Yo estaba acá, solo, en esta misma sala. No había señal, ni llamadas. Nadie me avisó.
Se detuvo, bajó la voz.
—A eso de las tres de la madrugada escuché un golpe seco. Vine aquí y las Complete Works de Shakespeare estaban en el piso. Lo levanté con un temblor raro en las manos. No sé por qué, pero lo supe. Me lo confirmaron con un telegrama al día siguiente: era la hora exacta en que murió en Liverpool.
El año siguiente cayeron más libros. Y al otro, también. Entonces empecé a anotarlos.
—Al principio me asustaba. Después me acostumbré. Me preparaba: empanadas, buen vino, libreta en mano. Me sentaba en ese sillón y miraba. A veces caía uno gordo como una Biblia; otras veces, dos flaquitos. Apostaba conmigo mismo cuáles serían. Alguna vez traje libros míos, pero es como si no los pudiera abrir. Esos… supongo que serán los míos cuando me toque a mí.
Se hizo un silencio breve. Green miró hacia el estante alto, cerca del hogar.
—Quedó uno solo en pie. No se movió jamás de ahí.
Green alzó la copa y nos miró como si brindara por un viejo enemigo.
—Ser y tiempo, de Heidegger. Mi padre lo odiaba. Decía que era ilegible, pretencioso y malvado. Una obra diseñada para oscurecer lo que Shakespeare ya había aclarado hace siglos. Una opereta autoritaria de un desagradecido: papá leía mucho a Husserl, de quien toma todo Heidegger para después, en fin. Miren donde están las Investigaciones Lógicas de Husserl. En la otra punta. Mientras Ser y Tiempo está aquí, justo enfrente nuestro.
Por un instante se nos hizo que el libro nos miraba a nosotros.
—¿Y vos no lo moviste? —preguntó alguien.
—Obvio. No lo toco.Nada me gustaba más que escucharlo putear cada vez que se topaba con la palabra Dasein.
Brindamos. Nadie quiso contar nada después. El cuento ya estaba dicho.