
Eduardo Rothe
Abogado
En una República “pluscuanimperfecta” como la que vive nuestra Argentina, por más que se firme y se afirme que el Poder Judicial ha dicho ya su última palabra por intermedio de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, el debate en torno a la condena por corrupción de Cristina Fernández de Kirchner en modo alguno puede considerarse saldado de modo definitivo, en abundante medida porque ese mismísimo Poder Judicial -en todas sus manifestaciones constitucionales: federal y provincial, instancias inferiores y superiores- adolece de una profunda crisis de legitimidad.
En su fallo de esta semana la Corte ha declarado, en términos formalmente inobjetables, que Cristina Fernández de Kirchner ha sido condenada por jueces designados legalmente y que ellos la han juzgado conforme a las leyes penales sancionadas por el Congreso de la Nación, en un proceso a lo largo del cual ella tuvo amplia posibilidad de defenderse con intervención de los abogados de su confianza que libremente eligió.
Pero el asunto sobre el que propongo reflexionar no es ese.
Como en un Boca – River, casi la totalidad de la ciudadanía se fragmenta binariamente entre los que, sin deferencia alguna a la autoridad formal y sustancial de quien lo ha dictado, celebran o despotrican respecto del fallo con sustento exclusivo en la simpatía o antipatía política que genera la condenada, aunque lo nieguen levantando pancartas principistas. Ni los que celebran son más republicanos que los que despotrican, ni éstos son más democráticos que aquéllos.
El asunto, a mi juicio, es este otro. Sin un Poder Judicial cuyas decisiones sean, más allá de la legalidad formal, republicanamente legítimas, jamás se cumplirá la misión que justifica su existencia: poner fin de un modo pacífico y definitivo a los conflictos que irremediablemente genera la vida en sociedad, en todos los órdenes imaginables.
Magistratura
La construcción de una República en la que la libertad verdaderamente avance exige, entonces, preocuparse menos por el maniqueísmo del Boca – River y más por la conformación de una magistratura robusta, independiente e imparcial, cuyas decisiones, antes que vanamente acatadas, sean respetadas porque son la expresión de jueces, camaristas y cortesanos quienes, aun con error, no pueden ser sospechados de dependencia y parcialidad. Lijo, no; para decirlo en un eslogan.
En esa construcción es crucial, de una vez y para siempre, cumplir con la Constitución Nacional, cuando en su artículo 118 ordena la implementación del juicio por jurados para el juzgamiento de los asuntos de naturaleza criminal. Guste o no, es una manda que, no por postergada, deja de ser imperativa en orden a dotar de legitimidad a las decisiones en las que esté en juego la aplicación del Código Penal. Aunque al final se opte por Barrabás y no por Jesús.
Esto, desde la perspectiva del derecho positivo, es en extremo necesario, aunque claramente incompleto.
Vista la cuestión desde el plano de la más cruda condición humana, la legitimidad a la que apunto requiere de una muy especial toma de conciencia por parte de la ciudadanía. Exige que asumamos la intrínseca imperfección inherente a todo juzgamiento del comportamiento atribuido a un semejante, por reprochable y evidente que ese comportamiento sea. Tomando prestadas palabras ajenas, requiere que hagamos carne la idea de que, por más próximo que esté en relación a su desiderátum, el Poder Judicial de un estado constitucional y democrático de derecho no hace justicia y menos cruzadas por la justicia, al grado de que es una exageración de la semántica emplear la palabra “justicia” como sinónimo del Poder Judicial: la jurisdicción, cuyo ejercicio compete a este Poder, es simplemente una función pública más, aquella dispuesta para resolver controversias judiciales según una interpretación normativa plausible para aplicar a los hechos legalmente probados. Nada más (nada menos).
Tratemos de pensar profundo. Mientras el debate público se agote deportivamente en celebrar fallos como goles o en negarlos como trampas, la República seguirá siendo un proyecto trunco, una promesa permanentemente postergada.