¿El fin de los abogados? Una reflexión sobre el derecho en tiempos de inteligencia artificial

La tecnología puede ser una herramienta valiosa, pero no puede suplantar la sensibilidad moral ni el pensamiento crítico que requiere la defensa de derechos.

El derecho es mucho más que un sistema de normas. Es una ciencia social, profundamente arraigada en las relaciones humanas. Su finalidad no es únicamente regular conductas, sino construir justicia en contextos concretos, con personas reales. Por eso, la figura del abogado no es una pieza técnica sustituible, sino un actor esencial que acompaña, interpreta, asesora y defiende. Gobiernos, empresas, legisladores, ciudadanos e incluso los propios jueces recurren a los abogados. Pensar en su reemplazo automático es, cuando menos, una simplificación peligrosa.

Hace poco, Elon Musk volvió a ocupar titulares con una de sus afirmaciones provocadoras: “La inteligencia artificial acabará con los abogados”, aseguró, en línea con su estilo de proyecciones futuristas. Si bien estamos acostumbrados a que el fundador de Tesla y SpaceX combine visiones tecnológicas ambiciosas con cierto tono disruptivo, esta declaración merece una mirada crítica, sobre todo para quienes ejercemos la abogacía con compromiso social y responsabilidad profesional.

Es evidente que la inteligencia artificial está transformando múltiples aspectos de nuestras vidas. Puede procesar información masiva en segundos, identificar patrones complejos, generar textos, automatizar tareas que antes llevaban horas. En el campo jurídico, ya existen herramientas que redactan contratos, analizan jurisprudencia, detectan riesgos normativos e incluso simulan escenarios judiciales. No se trata de ciencia ficción: ya está ocurriendo.

Ahora bien, ¿significa esto que la profesión del abogado está condenada a desaparecer? La respuesta es no, y es importante explicarlo con claridad. Porque el derecho no se agota en la técnica, y la abogacía no consiste solo en aplicar reglas. La labor del abogado implica comprender contextos, escuchar personas, negociar conflictos, construir estrategias, anticipar consecuencias, interpretar normas en situaciones concretas. Implica pensar, razonar, argumentar, persuadir. Todo eso no puede ser reemplazado por algoritmos.

La historia nos ofrece ejemplos útiles. Los médicos no desaparecieron con la llegada de los escáneres, los periodistas no fueron sustituidos por internet, los docentes siguen siendo fundamentales a pesar de Wikipedia. ¿Por qué? Porque detrás de cada una de esas profesiones hay una dimensión humana irremplazable: la interpretación, el criterio, la empatía, el juicio ético. Lo mismo ocurre con la abogacía. La inteligencia artificial puede ser una herramienta valiosa, pero no puede suplantar la sensibilidad moral ni el pensamiento crítico que requiere la defensa de derechos.

De hecho, el mayor riesgo no está en la IA, sino en la fascinación sin reflexión que a veces genera. Si caemos en la trampa de considerar que la eficiencia tecnológica es superior al juicio humano, podríamos vaciar al derecho de su contenido ético y democrático. Porque una sociedad sin abogados —sin personas que piensen en la justicia desde dentro del sistema, que cuestionen lo establecido, que defiendan a los más vulnerables— no sería una sociedad más justa, sino más expuesta a abusos.

Además, la abogacía no es estática. Ha sabido adaptarse a los cambios tecnológicos a lo largo de la historia. Hoy más que nunca, el desafío es integrar estas nuevas herramientas con sentido crítico, aprovechando su potencial sin renunciar al compromiso humano que define la profesión. Preparar escritos más eficientes, acceder más rápido a jurisprudencia, detectar riesgos contractuales de forma anticipada: todo eso es posible y deseable. Pero el juicio, la estrategia, la defensa del interés del cliente, siguen estando en manos humanas.

Frente a la afirmación de Musk, que sugiere una abogacía obsoleta, conviene recordar una enseñanza del maestro Eduardo J. Couture, que cobra especial vigencia en esta era de algoritmos: “El Derecho se aprende estudiando, pero se ejerce pensando.” La inteligencia artificial puede ayudarnos a estudiar más rápido, a procesar más datos, incluso a formular argumentos. Pero pensar sigue siendo —y seguirá siendo— una tarea humana. Una tarea, por cierto, insustituible.


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