
“La revolución total”. El dictador que borró la historia de su país, decretó el “año cero” y mató a más de un millón de personas
Pol Pot, así lo apodaban, es considerado uno de los tiranos más despiadados de la historia de la humanidad
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La historia de Pol Pot se desliza por la península Indochina como un relato oscuro que devoró aldeas, ciudades y millones de vidas. Hay un dato preciso, escalofriante, que refleja la brutalidad de su régimen: cuando asumió el poder, en 1975, Camboya tenía aproximadamente 8 millones de habitantes. En apenas tres años, lo que duró su sangrienta dictadura, creó una máquina de destrucción que terminó con la vida de más de un millón y medio de personas. Murieron ejecutados, de hambre o por enfermedades asociadas a la superpoblación de los campos de concentración y exterminio que florecieron por todo el país.
Francia, amor y marxismo
Saloth Sâr -tal es su verdadero nombre- nació el 19 de mayo de 1925, en la localidad de Prek Sbauv, por entonces parte de la Indochina francesa (compuesta por territorios coloniales franceses en el Sudeste Asiático que comprendía los actuales Camboya, Laos y Vietnam). Era una tierra de arrozales y monzones, donde la vida fluía al ritmo de un budismo arraigado y una tradición campesina antigua.
Su familia era de sangre parcialmente china y jemer, la etnia predominante en Camboya. Pese a que gozaba de cierta prosperidad, ya que disponía de tierras de cultivo y ganado, Saloth prefería contar que había nacido en una familia “campesina pobre”.

El futuro dictador se vinculó con instituciones de élite, primero en el ámbito monástico budista y, más tarde, en escuelas de orientación francesa. En Phnom Penh cursó un tiempo en la École Miche y luego pasó por una formación técnica. Lo revelador es que, al no ser un estudiante destacado (no era “particularmente brillante”), su trayecto académico viró con cierta brusquedad hacia el estudio de carpintería en la École Téchnique.
En 1949, Pol Pot obtuvo una de las escasas becas para proseguir estudios en Francia. Allí, mientras se inscribía en la École Française de Radioélectricité, absorbió las ideas marxistas de la época, asistiendo a reuniones del Partido Comunista Francés y de grupos clandestinos como el “Círuclo Marxista”. Si bien confesaría en cierto momento “no haber entendido realmente” los conceptos marxistas más densos, esa etapa forjó su inclinación radical, que pronto se mezclaría con lecturas de Mao Zedong y con la convicción de que el campesinado (y no el proletariado urbano) era la clave para la revolución en su tierra natal.
En Francia también conoció el amor: se casó con Khieu Ponnary, la primera mujer camboyana en obtener el bachillerato. Tras la boda, en 1953, regresaron juntos a Camboya.

El regreso a casa
Ya no era el joven tímido que abandonó los arrozales años atrás. Había bebido de las fuentes del comunismo en París y llegó con la voluntad de involucrarse en la insurgencia contra la monarquía de Norodom Sihanouk y el dominio francés, que convivían en un complejo “acuerdo de independencia”.
La resistencia comunista en Camboya estaba muy ligada al Viet Minh, las fuerzas del movimiento nacional vietnamita. Saloth Sâr se unió a ellos en la selva y comenzó a forjar reputación de hombre decidido, capaz de adaptarse a la vida de campamento y a la guerra de guerrillas.
Durante estos años, se ganó la confianza de líderes como Tou Samouth, lo que le permitió escalar en la jerarquía del movimiento. Pero la camaradería no era incondicional: los jemeres desconfiaban de los vietnamitas, los veían como una fuerza potencialmente expansionista que alguna vez intentaría ocupar su territorio.

Del activismo clandestino a la dirigencia
Hacia finales de la década de 1950, Saloth Sâr dio forma a un núcleo comunista camboyano independiente, alejándose de la tutela vietnamita. Así nació el Kampuchean Labour Party, base del futuro Partido Comunista de Kampuchea (CPK). Para evadir la vigilancia del gobierno de Sihanouk, se refugió en la jungla y aceleró los planes de lucha armada.
Fue en estos campamentos selváticos donde adoptó el alias “Pol Pot”, con el que sería reconocido por el mundo, y comenzó a ejercer un liderazgo incuestionable. A finales de los años 70, su popularidad creció gracias a su promesa de una Camboya “verdaderamente soberana” de la que quedaran excluidos tanto los monárquicos de Sihanouk como los intereses vietnamitas.
La tragedia de Camboya estaba en gestación, incubada en la selva, en reuniones semi clandestinas y bajo el influjo de una visión extremista que colocaba la pureza ideológica por encima de la vida humana.
Pol Pot aspiraba a forjar un régimen total que barriera con la herencia urbana y burguesa, proclamando un punto cero en la historia: la destrucción y refundación absoluta del país.
Del fuego latente que se vivía en la clandestinidad, Pol Pot emergió como jefe del Partido Comunista de Kampuchea (CPK) en la década de 1960, afirmando que la independencia total de Camboya no se lograría con pactos ni tibias reformas, sino con la erradicación de todo lo que oliera a pasado colonial, monárquico o incluso capitalista.
A partir de 1968 resurgió la guerra de guerrillas contra el gobierno de Sihanouk, intensificándose en 1970 cuando el príncipe fue derrocado por Lon Nol, quien estableció un gobierno de derecha alineado con los Estados Unidos.

El ascenso a la cumbre
En 1975, tras años de contienda, las fuerzas dirigidas por Pol Pot y sus compañeros (popularmente conocidas como los Jemeres Rojos) entraron a la capital, Phnom Penh. La caída de la ciudad fue acompañada de ejecuciones sumarias y la inmediata evacuación de sus habitantes, forzados a abandonar hogares y pertenencias.

“Conservarte no es ganancia, destruirte no es pérdida”, fue la consigna que definió -y define aún hoy- a aquellos jóvenes soldados vestidos de negro. Aquel día, para el calendario jemer, fue anunciado como el inicio de la llamada “revolución total”.

Sin preámbulos, Pol Pot estableció lo que denominó la Camboya Democrática (o “Democratic Kampuchea”). Sin embargo, en secreto, el verdadero poder reposaba en manos de un pequeño grupo liderado por él mismo que, en las sombras, se hacía llamar “Angkar” (“la Organización”).
Después de largos meses manteniendo oculta la verdadera identidad de los cabecillas, la organización confesó ser un partido marxista-leninista. Y, en un ejercicio de doble discurso, llegó incluso a renegar de la etiqueta de “comunista”. En boca de Ieng Sary, uno de los íntimos del líder, se escuchó la frase: “No somos comunistas... somos revolucionarios que no pertenecemos a la agrupación comúnmente aceptada de la Indochina comunista.”

El “Año Cero”
Pol Pot reinició la historia de su país. Decretó el “Año Cero”, concepto por el cual todo vestigio del pasado debía barrerse para comenzar una historia nueva, lisa y pura. Miles de familias urbanas fueron enviadas a trabajar en granjas colectivas, a menudo forzadas a jornadas extenuantes sin paga. Pol Pot y su élite prometieron que, de tal esfuerzo, surgiría una Camboya modernizada e independiente de influencias foráneas, especialmente de la odiada Vietnam. Pero la realidad fue una mezcla de hambre, enfermedades, castigos arbitrarios y esa densa atmósfera de vigilancia permanente que impedía cualquier oposición.
Mientras tanto, en el Palacio Real, Sihanouk quedó como una marioneta cuyas cuerdas el CPK manejaba con habilidad. Muy pronto, la farsa de un gobierno compartido se quebró: el príncipe se vio obligado a renunciar a su efímero rol, quedando encerrado en una jaula vacía de privilegios, sin influencia. Quienes verdaderamente movían los hilos habían tomado para sí el control absoluto de la máquina estatal.

La obsesión de Pol Pot era crear un tejido nacional autosuficiente basado en la labranza. La consigna de su gobierno decía que, en no más de una o dos décadas, el país alcanzaría niveles industriales comparables con las grandes potencias, siempre y cuando el campesinado trabajara día y noche con disciplina férrea.
Para fomentar la idea del bien común y terminar definitivamente con “el flagelo del capitalismo”, eliminó el dinero. Pol Pot estaba convencido que bastaba con decretar la utopía para que se volviera real.
Con la capital deshabitada —o, mejor dicho, convertida en una ciudad fantasma— y con la población sometida a “reeducaciones” constantes, comenzó a tejerse la red de centros de detención y tortura que, con el tiempo, desvelarían al mundo las verdaderas dimensiones del terror.
En ese viaje sin retorno, cada campesino debía mostrarse incondicional a la revolución; cualquiera que no cumpliera podía acabar en las fosas masivas.
Al mismo tiempo, se inició una vorágine de purgas internas: militares, funcionarios, antiguos aliados e incluso jefes locales cayeron bajo la sospecha de “traición” o “desviacionismo”. A muchos se les acusaba de tener simpatías por Vietnam, o se les hacía firmar confesiones imposibles.
Así nacieron centros de detención siniestros, como el S-21 (o Tuol Sleng) en Phnom Penh, un instituto escolar reconvertido en un infierno de celdas y pasillos donde se torturaba y ejecutaba sistemáticamente a quienes se consideraban indeseables para la nueva Camboya.

Aunque Pol Pot jamás pisó S-21, sabía perfectamente lo que allí ocurría. Según los registros, llegaban informes detallados sobre cada “confesión” y, a raíz de esas supuestas conspiraciones, se ampliaba más y más el círculo de víctimas. Se ha calculado que entre 15.000 y 20.000 personas fueron asesinadas en aquel lugar, muchas enterradas en las fosas que más tarde se conocerían como “campos de muerte”.
El choque con Vietnam
La paranoia de Pol Pot contra la influencia vietnamita se tradujo, en 1977, en escaramuzas fronterizas cada vez más violentas. En el fondo, temía que, con un Vietnam unificado y en expansión, la soberanía de Camboya quedase otra vez sujeta a un poder extranjero.

Sin embargo, los vietnamitas, aliados con la Unión Soviética, respondieron con una fuerza arrolladora. A finales de 1978, sus tropas cruzaron la frontera con la determinación de poner fin al régimen de Pol Pot. Los hechos se precipitaron: en cuestión de días, gran parte del país se vio ocupado y el 7 de enero de 1979, Phnom Penh cayó sin dar más que una resistencia desorganizada.
El dictador huyó de la capital con su círculo íntimo. Fue el regreso a la selva.

El éxodo hacia las selvas
La maquinaria del terror se desmoronó en la capital, pero no desapareció. Pol Pot, reacio a aceptar la derrota, se replegó a la jungla, cerca de la frontera con Tailandia. Se propuso repetir el camino guerrillero que lo llevó desde la selva hasta el Palacio Real dos décadas antes. Pero ahora el mundo lo reconocía como uno de los peores genocidas del siglo XX.
El nuevo gobierno de la República Popular de Kampuchea estaba integrado por antiguos cuadros jemeres que habían escapado a las purgas y habían sido acogidos y entrenados por los vietnamitas. Estos dirigentes, encabezados por Heng Samrin, iniciaron su propia reconstrucción del país, denunciando a Pol Pot por crímenes incalculables.
Así, el otrora temido líder que había arrancado a millones de personas de sus hogares, abolido el dinero y jurado convertir Camboya en una potencia agraria y autárquica, quedó reducido a la condición de comandante de guerrilla. De acuerdo con distintas fuentes, en su repliegue siguió exigiendo disciplina absoluta, pero los diezmados restos de su ejército se sumieron en una confusión de bandos enfrentados, donde los mandos intermedios aprovechaban cada ocasión para escalar rangos o para dirimir cuentas pendientes.

En 1979 el mundo conoció, a través de la prensa, el horror de los “campos de muerte”, las historias de niños reclutados a la fuerza y las imágenes de escolares encadenados al suelo de las celdas.
Desde la jungla, Pol Pot lanzó mensajes para reagrupar sus tropas y recuperar Phnom Penh. Pero la mayoría de la población ya había comprendido que el gran enemigo era él.
Los relatos de sobrevivientes coincidían en la descripción de un dictador implacable, incapaz de mostrar piedad incluso con los suyos, convencido de que la salvación de Camboya pasaba por la extirpación de millones de supuestos traidores.
En los años posteriores a 1979, las fuerzas remanentes de los Jemeres Rojos establecieron bases en las zonas fronterizas con Tailandia, desde donde continuaron lanzando incursiones guerrilleras. Contaron, de manera restringida, con el apoyo de potencias como China y, en menor medida, de países occidentales, que veían en Vietnam un brazo extendido de la Unión Soviética. Así, la geopolítica volvió a jugar a favor de Pol Pot, prolongando su sombra sobre Camboya.
En 1989, las tropas vietnamitas se retiraron de territorio camboyano, y la guerrilla jemer intentó capitalizar ese repliegue. Pero la gran mayoría repudiaba la posibilidad de retorno del antiguo régimen.
Pol Pot, asesino de millones de camboyanos, nunca fue formalmente detenido. Mientras las negociaciones internacionales giraban en torno a la reconciliación y a un posible juicio por crímenes de guerra, él se mantuvo oculto en la selva. En 1998, uno de sus lugartenientes, de nombre Ta Mok, acabó poniéndolo bajo “arresto domiciliario”. Su poder era apenas una sombra, y su figura casi una obsesión maldita para quienes recordaban el sufrimiento padecido.
La muerte
Pol Pot falleció el 15 de abril de 1998, a los 73 años. Sus últimas horas transcurrieron en una cabaña perdida cerca de la frontera tailandesa, bajo la vigilancia de Ta Mok. La causa de su muerte quedó registrada como “ataque al corazón”. El ex secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger plantear la hipótesis de que el ex dictador pueda haber sido asesinado por sus antiguos camaradas.

Así cayó el telón sobre la vida de un hombre que, en su búsqueda de un paraíso agrario sin clases ni pasado, había hundido a su pueblo en un abismo de muerte. Su nombre quedó atado a la imagen de un dictador sanguinario, una herida que Camboya no olvidará fácilmente. Esa es, al fin y al cabo, la paradoja de su figura: creyó ser constructor de una nueva humanidad, pero terminó sembrando desolación y luto en su propia tierra.
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