Un decálogo sobre el derecho a la protesta
En estas últimas semanas, la protesta social volvió a ocupar un lugar protagónico en la vida pública argentina. Las manifestaciones opositoras reavivan algunas de las múltiples discusiones que razonablemente nos genera el tema: preguntas sobre los límites de la protesta, sobre la legitimidad del uso de la coerción o sobre las respuestas de los jueces frente al conflicto. En lo que sigue, y con el objeto de ayudar en tales debates, diez precisiones posibles sobre la cuestión.
Toda protesta es política. Este punto procura resistir algunas tan comunes como fáciles descalificaciones hacia la protesta social, que vuelven a escucharse estos días: las críticas que desautorizan a la protesta como “política”, dando a entender que, por eso, la protesta no es genuina, legítima o espontánea. Contra dicha visión, debe aclararse que toda protesta pública es, por su naturaleza, y en un sentido valioso, “política”. Porque la protesta social implica poner en disputa el sentido de las políticas públicas implementadas (o no) por el gobierno. Al crítico, entonces, habrá que decirle que, mal que le pese, la democracia consiste precisamente en eso: en una disputa en torno al valor de las decisiones políticas que toma un gobierno.
El garantismo es la ideología de la Constitución. Este punto se vincula con otro concepto en conflicto: el del “garantismo” jurídico. Curiosamente, en los últimos tiempos, dicho concepto ha sido transformado en un término acusatorio. Así, resulta habitual que, en el fragor de la lucha política, se le endilgue a alguien el término “garantista”, como un insulto (como si ser garantista implicara ser un “defensor de los derechos de los delincuentes”). Contra dicha postura, cabe decir que, en nuestro derecho, desde la Independencia y la Asamblea del año 1813 y, de manera todavía más contundente, desde 1853, el “garantismo” es la ideología (penal) de nuestro derecho. Entre otras garantías, nuestra Constitución (art. 18) exige, incondicionalmente, el respeto de los derechos de cada uno (aun de los presos), la prohibición de las torturas, o la protección irrestricta del debido proceso. Mientras no se la cambie, estamos obligados por esa digna Constitución.
El derecho a la protesta como “el primer derecho”. El derecho de protesta puede ser considerado “el derecho de los derechos”. Si la protesta merece la consideración de “primer derecho” se debe al peculiar lugar que ocupa dentro de la lista de los derechos constitucionales. Se trata de un derecho que sirve para sostener y mantener “con vida”, a todos los demás. Por tanto, si no se protege especialmente el derecho de protesta, toda la estructura de derechos se resiente y queda bajo amenaza.
El derecho de expresión es un medio privilegiado para exigir el cumplimiento de los derechos sociales y económicos. Es un error superponer el derecho de protesta con el derecho de libertad de expresión (como si “solo fuera expresión”). La protesta es, más bien, un medio privilegiado para demandar por el cumplimiento de los numerosos derechos sociales y económicos incluidos en nuestra Constitución. No protestamos, entonces, solo para “hablar” sino, sobre todo, para exigir el cumplimiento pleno de la Constitución.
La crítica política necesita ir más allá de los “especialistas”. No puede esperarse que la crítica al poder público quede total o virtualmente monopolizada por la prensa, los legisladores o los expertos. Como sostuvo Harry Kalven (tal vez el principal doctrinario en materia de libertad de expresión), la crítica política se extiende siempre al ciudadano común, y a los ámbitos que transita (i.e., la calle), y ello, esperablemente, con las desprolijidades y los excesos propios de tales circunstancias. Y hay un valor importante en todo eso, para toda la comunidad, ya que todos –beneficiados o perjudicados– necesitamos saber cómo impactan las medidas de gobierno en nuestros conciudadanos.
Las calles y plazas públicas son lugares privilegiados para la protesta. Desde “tiempos inmemoriales”, el derecho distingue a las principales calles y plazas públicas como espacios especialmente apropiados para la protesta: los denomina “foros públicos”. El derecho no repudia ni resiste, sino que “espera”, que la ciudadanía se exprese, privilegiadamente, en tales lugares.
El respeto de los derechos de terceros no puede requerir el socavamiento del derecho a la protesta. Desde siempre, el derecho a la protesta “acepta” regulaciones de “tiempo, lugar y modo” destinadas a “acomodar” los derechos de quienes protestan con los derechos de terceros. Sin embargo, asume también que tales razonables regulaciones no deben servir como excusa para socavar la protesta, lo que ocurriría si se instaurase un “protestódromo” a kilómetros de la sede de gobierno; o se implementasen “protocolos” básicamente destinados a dificultar la protesta (i.e. “solo en la vereda”).
Las faltas y violencias que puedan cometerse durante una protesta no “anulan” al derecho de protesta. En los cientos de años que llevamos lidiando con el derecho de huelga, hemos aprendido que los eventuales actos de violencia que se cometen durante la huelga no “derriban” el derecho de huelga. Podemos, perfectamente, separar o detener al violento, mientras preservamos el legítimo derecho de los trabajadores. Exactamente lo mismo con el derecho de protesta: el Estado puede tomar medidas preventivas razonables, frente a una manifestación opositora, y –obviamente– también reaccionar con la ley en la mano, ante quien comete una falta grave (i.e., separar, detener y eventualmente sancionar al ofensor). Sin embargo, esa facultad que indudablemente tienen las autoridades, no anula su obligación de resguardar la movilización de protesta, lo que implica el respeto del derecho de todos los demás protestantes pacíficos.
Cuanto mayor es la crisis de representación política, más importante es la preservación del derecho de protesta. Décadas atrás, cuando existían partidos políticos sólidos y sindicatos fuertes, el trabajador podía confiar la defensa de sus derechos a sus representantes políticos y sindicales; como el gobierno podía esperar que el ciudadano canalizara sus quejas a través de aquellos. En la medida en que más se deterioran las formas tradicionales de representación de intereses colectivos, más importante resulta resguardar un robusto derecho a la protesta, que viene a suplir dicho déficit representativo.
El “punto de reposo” debe ser la protección de la protesta, y no su represión. Nos enfrentamos a una situación social caracterizada por desigualdades injustificadas e injusticias graves, y a una situación política que muestra que los medios tradicionalmente usados para impugnar aquellas inequidades resultan inoperantes. En dicho contexto, las autoridades públicas no pueden asumir como “punto de partida” la respuesta represiva o punitiva frente a la protesta. Son ellos, los miembros de la clase dirigente, quienes generan y reproducen esas injusticias, y también los responsables de preservar un sistema de gobierno deteriorado, que torna difícil canalizar las protestas institucionalmente.

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