Como es de conocimiento público, el 26 de febrero el presidente de la Nación decidió nombrar “en comisión” como jueces de la Corte Suprema de Justicia de la Nación a Manuel García-Mansilla y Ariel Lijo. Ahora bien, ¿tiene el presidente poderes constitucionales para hacer nombramientos en comisión de jueces de la Corte Suprema?
Corte Suprema: el Senado tiene una misión histórica que cumplir
Los nombramientos judiciales en comisión están autorizados por la Constitución y, hasta que no sea reformada en esta materia, solamente pueden conjurarse mediante una solución política.
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Origen histórico de los nombramientos en comisión.
Los llamados “nombramientos en comisión” son las designaciones temporales que hace el Presidente de la Nación en cargos que requieren el acuerdo del Senado mientras este se halla en receso. La finalidad de esta herramienta es permitir al Poder Ejecutivo cubrir transitoriamente los cargos más importantes del Estado que requieren acuerdo del Senado de no entorpecer el funcionamiento diario del Estado.
Antiguamente, el nombramiento de los magistrados, funcionarios y empleados se consideró siempre una prerrogativa real que, como tal, estaba en cabeza del Poder Ejecutivo. Con la consolidación del constitucionalismo y la legalización de la división de las funciones del poder, se establecieron mecanismos de limitación tendientes a prevenir el favoritismo del presidente en la cobertura de las más altas magistraturas. Los autores de la Constitución de los Estados Unidos –que construyó el diseño institucional del constitucionalismo tal como lo conocemos– otorgaron al presidente la atribución de hacer los nombramientos estatales –con excepción del Poder Legislativo–. Pero juzgaron prudente que los más altos cargos sean cubiertos con la concurrencia de otro departamento del gobierno. La Convención de Filadelfia de 1787 –que dio origen a la Constitución norteamericana– no sin debates internos, y a instancias de Alexander Hamilton, eligió al Senado como el órgano de control en esta materia.
El diseño constitucional estadounidense impregnó la sanción de todas las constituciones de la época. Y fue así que la Constitución Nacional de 1853 copió el modelo norteamericano de nombramientos, incorporando al Senado la facultad para otorgar el acuerdo a ciertas designaciones. Con el diseño descripto, la Constitución distingue tres etapas en el proceso de nombramiento: a) la proposición del candidato, que está exclusivamente a cargo del presidente, b) el acuerdo, que se limita a aceptar o rechazar al propuesto sin fijar condiciones, y está a cargo del Senado, y c) la formalización del nombramiento, que se instrumenta con el decreto de designación y se encuentra en cabeza exclusiva del presidente. Si bien el acuerdo del Senado debe otorgarse incondicionalmente, en el sentido de que se limita a aceptar o rechazar la propuesta, el examen constitucional no se limita a la idoneidad técnica del candidato. También realiza una evaluación política del perfil del propuesto y puede prestar o negar su acuerdo en base a esto último.
Pero la elección del Senado como órgano de control de los nombramientos presidenciales diseñada por los constituyentes norteamericanos trajo consigo un pecado de origen: el receso del Congreso. El fantasma de la “omnipotencia legislativa” del parlamento británico, sumado a la dinámica propia de todo cuerpo parlamentario y a las escasas herramientas tecnológicas y logísticas existentes en los siglos XVIII y XIX, llevó a los constituyentes a conceder una actuación limitada al Congreso. En lugar de dejarlo librado a los reglamentos de las cámaras, optaron por regular en la propia Constitución el período de sesiones legislativas estableciendo así dentro de la propia Constitución el receso legislativo. Tales antecedentes son los que explican la figura de los “nombramientos en comisión”.
En aquellos casos en los que se exige la concurrencia del Senado, debía preverse un mecanismo de compensación para cuando entre en receso. La Constitución chilena de 1833 –que los constituyentes bonaerenses de 1860 tuvieron a la vista para redactar la cláusula de nombramientos en comisión–, instituyó la figura de la “Comisión Conservadora” de siete senadores para actuar como contrapeso del presidente durante el receso legislativo. De esta forma, no dejó ninguna ventana temporal para que el Poder Ejecutivo pudiera ejercer en soledad sus poderes constitucionales concurrentes. Pero como en tantas otras cosas, los constituyentes argentinos se inclinaron por seguir el modelo de su par norteamericana.
La solución ideada por los autores de la Constitución de los Estados Unidos fue dejarle al presidente el poder exclusivo de hacer nombramientos durante el receso del Senado con dos condiciones: que sean transitorios y estén sujetos a una condición suspensiva. Así fue como nació la “Recess Appointments Clause”. El origen de esta disposición está en el Artículo II, Sección II, Cláusula 3° de la Constitución de ese país y se ideó en la Convención de Filadelfia de 1787 a propuesta de Richard Dobbs Spaight, uno de los representantes –y futuro gobernador– del Estado de Carolina del Norte. Fue una propuesta aislada, introducida sin mayores debates en la sesión del 7 de septiembre de 1787, diez días antes del final de la convención, y aprobada sin discusión ese mismo día por nueve de los once Estados. Con ligeras diferencias, la Constitución Nacional de 1853 siguió el esquema de nombramientos diseñado por su par norteamericana. Empero, a diferencia de esta última, fue mucho más generosa con el presidente Justo José de Urquiza. Siguiendo el proyecto de Alberdi, los constituyente de 1853 optaron por darle al presidente la potestad exclusiva de hacer los nombramientos en receso con la única condición de informar de inmediato al Senado. De esta forma, las designaciones duraban indefinidamente hasta tanto el Senado los revocase. Urquiza aprovechó muy bien esta disposición y realizó un sinfín de nombramientos en receso. Entre ellos, designó en comisión a trece jueces de la Corte. Rara vez el Senado de la Confederación rechazó alguno. Y las pocas veces que lo hizo se circunscribió a ascensos militares. Hasta donde llega mi conocimiento –y leí bastante los diarios de sesiones de la época–, el Senado nunca le rechazó a Urquiza ningún nombramiento judicial.
Cuando Buenos Aires se incorpora a la Confederación, los constituyentes de 1860 se percataron muy bien de la amplitud de la cláusula original de 1853. Y fue así que se propusieron acotar los poderes de nombramiento en receso, reemplazando la cláusula original por la de la Constitución de los Estados Unidos. La Convención del Estado de Buenos Aires –que por el Pacto de San José de Flores tuvo a su cargo la revisión de la Constitución de 1853 para proponer las reformas que no pudo hacer la Provincia de Buenos Aires– revisó esta cláusula bajo un denominador común: la necesidad de atenuar el poder del presidente para hacer nombramientos en receso.
Con los antecedentes descriptos fue que –con ligeros cambios de redacción practicados por la reforma de 1994– se llegó a la cláusula de nombramientos en comisión contenida en el artículo 99, inciso 19 actualmente vigente. Esta disposición estipula textualmente que, entre otras atribuciones, el presidente de la Nación: “Puede llenar las vacantes de los empleos, que requieran el acuerdo del Senado, y que ocurran durante su receso, por medio de nombramientos en comisión que expirarán al fin de la próxima Legislatura.” De esta forma, los nombramientos de los magistrados judiciales de la Corte Suprema en la Constitución argentina están sujetos a un doble régimen: a) el nombramiento regular, previsto en el artículo 99 inciso 4, y que exige la concurrencia del presidente y el acuerdo del Senado, y b) el nombramiento en comisión, que se hace de manera excepcional y provisional, por un tiempo limitado y con la única intervención del presidente cuando el Senado está en receso.
¿A qué empleos se extiende el poder de hacer nombramientos en comisión?
El primer interrogante que plantea la Constitución es si la autoridad del presidente de la Nación para “llenar las vacantes de los empleos que requieran el acuerdo del Senado” incluye a las magistraturas judiciales. Una correcta lectura semántica y sistemática de la Constitución, la interpretación de sus autores, la antigua práctica constitucional argentina y norteamericana, la jurisprudencia de la Corte Suprema, la doctrina constitucional mayoritaria y el artículo 2 del decreto-ley 1285/58 contribuyen decisivamente a aceptar que los magistrados judiciales están incluidos dentro de la nómina de empleados que, requiriendo el acuerdo del Senado, son susceptibles de ser nombrados en comisión.
La Ley Fundamental autoriza al presidente a cubrir los “empleos” que requieran el acuerdo del Senado durante el receso de este. Desde cierta parte de la doctrina se pretendió acotar el alcance de la cláusula circunscribiendo la palabra “empleos” únicamente a los nombramientos de la administración pública. Este criterio es inconciliable con las palabras y el sentido histórico de la Constitución. La Ley Fundamental utiliza en dieciséis oportunidades el vocablo “empleo” (arts. 14 bis, 16, 34, 36, 60, 72, 75 inc. 19, 75, inc. 20, 92, 99, inc. 13, 105, 110 y 125). Pero el más contundente de todos es el artículo 110 que, al reconocer las garantías de inamovilidad e intangibilidad de las remuneraciones de los magistrados judiciales, expresa categóricamente que los jueces conservarán sus “empleos” mientras dure su buena conducta. La jurisprudencia de la Corte confirmó este criterio a partir de la toma de juramento que hizo a los jueces designados en esta forma la cual, aunque no hace cosa juzgada, toda vez que no es una decisión adoptada en un caso judicial, constituye una fuerte presunción de constitucionalidad en favor del nombramiento.
Considerando la injusticia de esta forma de nombramiento, algunos constitucionalistas sostuvieron que los nuevos refuerzos para el sistema de designación de los jueces introducidos al artículo 99 inciso 4 por la reforma constitucional de 1994 obturan la posibilidad de nombramientos en comisión. Así, no obstante la práctica histórica, los magistrados judiciales ya no podrían considerarse como los “empleados” a que hace referencia el artículo 99 inciso 19 de la Constitución. Lamentablemente, no tienen razón. Ciertamente, la reforma de 1994 reforzó las exigencias constitucionales para la designación de los jueces, tanto de la Corte Suprema como de las magistraturas inferiores. Pero estos recaudos fueron adoptados para el mecanismo de nombramiento regular establecido en el artículo 99, inc. 4 que no pueden trasladarse osmóticamente al sistema de nombramientos provisorios establecido en el artículo 99, inciso. 19. El relativamente corto receso del Senado, sumado a los adelantos logísticos y tecnológicos, y al carácter transitorio de los nombramientos, dejan la cláusula –especialmente para los nombramientos judiciales– como una disposición indeseable pero tolerable. Para poder aplicar la interpretación opuesta, debe haber una modificación expresa al artículo 99, inciso 19 que excluya a los magistrados judiciales. Por inadvertencia o bien por falta de interés, los constituyentes de 1994 no se ocuparon de hacerlo.
No cabe duda que las condiciones existentes en la actualidad distan mucho de las de 1860. En esa época, el Congreso sesionaba del 1° de mayo al 30 de septiembre y las distancias que había que recorrer eran enormes. Los legisladores del norte del país demoraban semanas en un viaje a Buenos Aires que hoy realizan en tres horas. Estas circunstancias pueden y deben autorizar la reforma de la Constitución, pero no una mutación constitucional por vía de interpretación. Durante la presidencia del juez Antonio Bermejo, la Corte Suprema sostuvo con buen sentido que cuando el transcurso del tiempo hace desaparecer la causa que le dio origen a una norma constitucional, ello puede fundar la necesidad o conveniencia de la reforma de la Constitución en ese punto, pero no es suficiente para influir en la interpretación que deban darle los tribunales de justicia, agregando asimismo que “la Constitución no se modifica por vía de cambios en la jurisprudencia, ni los jueces, a título de interpretar las leyes, pueden invadir la potestad legislativa”. Es que, en definitiva, una Constitución no significa una cosa en un tiempo y otra en un tiempo subsiguiente.
¿Se puede usar para cubrir vacantes existentes o solamente las que “ocurran” durante el receso del Senado?
El segundo interrogante que plantea el artículo 99 inciso 19 es si las facultades para el nombramiento en comisión están limitadas a las vacantes producidas durante el receso del Senado o incluyen también a las que existían al momento en que entró en receso. La disposición argentina arrastra el mismo defecto de redacción de su par norteamericana –por ser una copia literal de esta última– donde ofreció importantes controversias. El mismo Thomas Jefferson, siendo presidente, planteó las dificultades interpretativas que le ofrecía esta cláusula en una carta que le escribió a Wilson Nicholas el 26 de enero de 1802. Allí señaló que la redacción podía ser susceptible de ambas interpretaciones. El debate se reabrió en 2014 ante la Suprema Corte de los Estados Unidos cuando resolvió el caso “NLRB v. Canning”. En el que es hasta el momento el único fallo en donde la Corte de ese país interpretó el alcance de la “recess appointments clause”, analizando la validez de tres nombramientos en la National Relation Board por el presidente Barack Obama, por una ajustada mayoría de cinco votos contra cuatro, el máximo tribunal norteamericano consideró que el poder del presidente para llenar las cargos que requieren el acuerdo del Senado incluye también a las vacantes ocurridas con anterioridad al receso.
En la Argentina, la gran mayoría de la doctrina constitucional, como lo menciona el considerando 94 del decreto 137, respaldó la inteligencia reseñada. También lo hizo la Corte Suprema en 1990 al resolver la consulta de la Cámara del Crimen registrada como “Jueces en Comisión”. Todas estas consideraciones resultan lo suficientemente persuasivas para avalar la interpretación mayoritaria sobre el tema. Si bien la inteligencia amplia no es la ideal para los nombramientos judiciales, es imperativo exponer una interpretación unificada de la cláusula en estudio. Para esto tengo muy especialmente en cuenta que –afortunadamente–, en su mayoría, los nombramientos en comisión se emplean para cargos ejecutivos y, por fortuna, los nombramientos judiciales son casi inexistentes. En muchos de estos casos, la cobertura de cargos puede demandar una urgencia imperativa que no pueda ser conjurada por el Senado ni aun en las favorables circunstancias actuales en materia tecnológica.
Hasta aquí se ciñe el análisis de legalidad sobre los poderes constitucionales del presidente. Los nombramientos judiciales en comisión no me agradan para nada. Pero, lamentablemente, están autorizados por la Constitución y, hasta que no sea reformada en esta materia, solamente pueden conjurarse mediante una solución política.
¿Es una práctica republicana que el presidente nombre por sí solo jueces de la Corte Suprema?
Aunque los magistrados judiciales no están excluidos de la nómina de empleados susceptibles de ser nombrados en comisión, tratándose de otro poder del Estado cuya savia central se nutre de su independencia funcional, el tema se presenta como una cuestión controvertida, especialmente en la doctrina constitucional norteamericana. Desde 1789 a la fecha hubo doce jueces (la cifra está controvertida) de la Suprema Corte de los Estados Unidos nombrados en comisión: John Rutledge, en su segunda nominación como Chief Justice el 1° de julio de 1795, Thomas Johnson el 5 de agosto de 1791, Bushrod Washington el 29 de septiembre de 1798, Henry Brockholst Livingston el 10 de noviembre de 1806, Smith Thompson, el 1° de septiembre de 1823, John McKinley el 22 de abril de 1837, Levi Woodbury el 20 de septiembre de 1845, Benjamin Robbins Curtis el 22 de septiembre de 1851, David Davis el 17 de octubre de 1862, Earl Warrenn el 2 de octubre de 1953, William J. Brennan Jr. el 15 de octubre de 1956 y Potter Stewart el 14 de octubre de 1958. Ningún presidente de los Estados Unidos designó en comisión a un juez de la Corte mientras su pliego estaba siendo considerado por el Senado. Asimismo, de los doce jueces de la Corte designados en comisión, nueve de ellos tuvieron su nombramiento antes de la conclusión de la guerra civil en 1865. En el siglo XX hubo solamente tres nombramientos y los hizo un mismo presidente: Dwight Eisenhower entre 1953 y 1958.
Lo relevante del caso es que la conducta del presidente Eisenhower de nombrar tres jueces de la Corte resultó profundamente perturbadora. El 29 de agosto de 1960, el Senado de los Estados Unidos sancionó la resolución 334 donde expresó que los nombramientos en comisión de los jueces de la Corte Suprema no resultan del todo coherentes para los mejores intereses de la Corte, agregando que no debían realizarse sino “en circunstancias inusuales y con el propósito de prevenir o poner fin a un colapso demostrable en la administración de los asuntos de la Corte.” Desde la sanción de esta resolución, ningún presidente de los Estados Unidos volvió a designar en comisión a un juez para la Suprema Corte.
Pero hay un antecedente adicional para mencionar. Previendo los abusos derivados de los nombramientos en comisión, el 9 de febrero de 1863 –plena guerra civil–, a pedido del presidente Lincoln, el Congreso sancionó una ley ampliando el presupuesto para el ejército hasta el 30 de junio de 1864. Lo relevante del caso es que, a pesar de las necesidades militares, la ley incorporó una última cláusula disponiendo que ningún militar cuyo nombramiento requiera el acuerdo del Senado y que hubiese sido designado en receso para cubrir un cargo vacante con anterioridad al receso tendrá derecho a cobrar su salario hasta tanto su nombramiento sea confirmado por el Senado. Con excepciones puntuales, el texto de la ley se extendió a todos los nombramientos en receso y, con las lógicas modificaciones de estilo posteriores, se encuentra vigente e incorporado en la sección 5503 del U.S. Code.
En el contexto descripto, bien puede advertirse que el decreto 137, en cuanto afirma una práctica constitucional norteamericana en materia de nombramientos judiciales, no es ideológicamente cierto.
La práctica constitucional argentina de las últimas décadas en esta materia parece ir en la misma dirección que la norteamericana. Desde 1854 y, hasta el dictado del decreto 137 –exclusive–, se nombraron en comisión veintiún jueces de la Corte Suprema. Trece de ellos fueron designados por Urquiza –incluyendo la primera Corte Suprema el 26 de agosto de 1854–, uno por Nicolás Avellaneda –Uladislao Frías–, dos por Juárez Celman –el gran Luis Varela y Abel Bazán–, uno por Carlos Pellegrini –Benjamín Paz–, uno por Figueroa Alcorta –Dámaso Palacio–, uno por José María Guido –José Francisco Bidau– y dos por Mauricio Macri –Horacio Rosatti y Carlos Rosenkrantz–. En su minucioso relevamiento, el decreto 137 omite tres nombramientos: el de los jueces Baltazar Sánchez y Manuel Lucero, nombrados interinamente el 27 de octubre de 1854 hasta tanto los jueces permanentes concurrieran a tomar posesión del cargo, y el del juez José Francisco Bidau, designado el 22 de septiembre de 1962. No encontré ningún registro oficial en torno a la cantidad de jueces nacionales y federales inferiores nombrados en comisión en el país. Lo que puedo aportar, a partir de una investigación preliminar, es que –excluyendo los decretos 83/2015 y 137/2025– el último nombramiento judicial en comisión se hizo el 26 de noviembre de 1990 para investir como juez de instrucción al Dr. Adolfo Calvete (decreto 2330/1990).
Con el cuadro descripto, tenemos que en Argentina: a) no se nombra ningún juez de la Corte en comisión desde hace sesenta y dos años –recordemos que, aunque los dos nombramientos de Macri estuvieron vigentes, no se hicieron efectivos–, b) no se nombra ningún juez en comisión desde hace treinta y cuatro años. Los números reseñados resultan, a mi criterio, lo suficientemente elocuentes como para poner en crisis, también en Argentina, la existencia de una práctica constitucional actual invocada por el decreto 137.
¿Cómo debe interpretarse el silencio del Senado en el tratamiento de un pliego para la Corte Suprema?
Como lo hicieron las reformas constitucionales latinoamericanas de su época, la reforma constitucional argentina de 1994 tuvo tres objetivos centrales: a) atenuar el presidencialismo, b) fortalecer el rol del Congreso y ampliar la independencia del Poder Judicial. Como consecuencia de esto último, se endurecieron significativamente las condiciones de acceso a la Corte Suprema y a las magistraturas inferiores. En lo tocante al máximo tribunal, además de establecer una audiencia pública para el candidato, se impuso al acuerdo del Senado la carga de contar con las dos terceras partes de los miembros presentes del Senado. Esta exigencia fue establecida en el Núcleo de Coincidencias Básicas por Raúl Alfonsín con el objetivo de que los jueces de la Corte sean nombrados en base a un acuerdo político.
Las reformas constitucionales son muchas veces hijas de las circunstancias históricas que las precedieron. El artículo 29 no se explicaría sin Rosas, el 32 sin Urquiza ni el 36 sin la última dictadura militar. Cuando, con razón o sin ella, la Corte de la época de Menem pasó a la posteridad como la llamada “mayoría automática”, los constituyentes de 1994 quisieron asegurarse que ningún presidente pudiese “hacer la Corte”, como escribió Horacio Verbitsky. Para ello, tomaron el recaudo de exigir una mayoría calificada para el acuerdo del Senado –que ningún presidente podría conseguir por sí solo– de modo de garantizar que los miembros de la Corte solamente puedan llegar a partir de un amplio acuerdo político.
Obligando entonces la reforma constitucional de 1994 a consensuar los nombramientos en la Corte Suprema, el Poder Ejecutivo no puede imponer a sus candidatos. Tampoco iniciar una negociación política imponiéndolos en comisión. Eso representa, como mínimo, una práctica antirrepublicana. Así como el presidente cuenta con la potestad exclusiva de elegir –proponer– al candidato, tiene también la carga de conseguir el consenso político para que pueda alcanzar el acuerdo constitucional del Senado. Con una mayoría tan calificada –a diferencia de lo que sucede en Estados Unidos, donde el acuerdo se otorga con mayoría simple– no es ilógico que el Senado demore en pronunciarse. Ciertamente que en los últimos nombramientos transcurrieron seis meses desde el último acto parlamentario en uno de los pliegos. Sin embargo, está probado que las negociaciones políticas continuaron hasta último momento. De acuerdo con una entrevista que dio el mismo día de la publicación del decreto 137 el Jefe de Gabinete de Ministros, Dr. Guillermo Francos, se explicó que el gobierno “no pudo llegar a un acuerdo” político con relación a los nombramientos. Frente a esa circunstancia lo que correspondía hacer es continuar la negociación o darla por cerrada y retirar los pliegos para proponer nuevos candidatos.
El nombramiento en comisión de los jueces de la Corte Suprema, en las condiciones en que tuvo lugar, invierte el mecanismo constitucional: en lugar de ser el presidente quien debe conseguir el consenso para su candidato, son los senadores quienes tienen la carga de conseguir los votos para rechazarlo. Además de conculcar el sentido de la reforma de 1994, en el contexto que rodeó el caso, los nombramientos hechos en esa forma representan un tratamiento desdoroso contra el Senado de la Nación. Al condicionar sus prerrogativas constitucionales, lo rebaja a una condición subalterna del Poder Ejecutivo. A su vez, configuran una práctica que puede traer consecuencias muy graves para el futuro. Mucho me temo que, sumado al fallido decreto 83 de 2015, este nuevo nombramiento de jueces en comisión pueda sentar las bases futuras para que cualquier presidente espere al receso del Senado para, aunque sea provisoriamente, colocar a sus favoritos en la Corte Suprema y ganar tiempo así en la negociación. La consolidación de esta práctica colocaría a todos los nombramientos permanentes regulados por la Constitución a disposición del presidente a quien le bastaría esperar al receso del Senado para realizarlos por sí solo invocando esta disposición.
Consideraciones finales
La mayor riqueza que tiene un juez es su independencia. Cuando un magistrado asume sin estabilidad, es un pato rengo que queda servilmente sometido al poder de turno. Por su naturaleza eminentemente precaria, los nombramientos judiciales en comisión laceran profundamente la legitimidad de un miembro de la Corte ya que, más allá de la legalidad de su designación, ponen objetivamente en duda su independencia. Este último temor no hizo sino acrecentarse por el mismo decreto 137 cuando se vio obligado a aclarar que “el Poder Ejecutivo Nacional hace saber que respetará de manera absoluta la independencia e inamovilidad de los magistrados nombrados en comisión por medio del presente decreto durante todo el tiempo que dure su ejercicio en el cargo.”
Es imperativo que el Senado de la Nación tome la decisión institucional de cortar de cuajo con esta incipiente práctica de nombrar jueces de la Corte en comisión activando los mecanismos institucionales para revertir los nombramientos y marcar así un límite al Poder Ejecutivo de modo que ningún presidente use esta herramienta constitucional como un atajo para sortear al Congreso ante futuros nombramientos judiciales. Para ello, el Senado debe adoptar una posición institucional entre todos los bloques políticos y rechazar de aquí en adelante cualquier pliego de cualquier candidato que acepte ser nombrado en comisión, creando así una convención parlamentaria que obture el ejercicio de nombramientos por esta vía hasta tanto una futura reforma constitucional excluya expresamente a los magistrados judiciales de la posibilidad de ser designados en esta forma. El Senado debería considerar también medidas adicionales tendientes a impedir futuras asunciones en comisión. En tal sentido, podría pensarse en hacerle firmar un compromiso escrito a cada candidato de no aceptar ninguna designación en comisión como condición para iniciar el tratamiento del pliego y bajo apercibimiento de rechazarlo en caso de incumplimiento.
Nuestra Corte Suprema es el último garante de los derechos y libertades de todos los habitantes del país. Es cabeza de un poder del estado y el intérprete final y supremo custodio de la Constitución Nacional. La legitimidad de sus jueces lo es todo. El primer secretario regular que tuvo la Corte Suprema, José Miguel Guastavino –aquel que tuvo a su cargo publicar el primer tomo de la colección de fallos en 1864 y de quien, según se dice, costeó de su propio bolsillo esa edición– escribió un maravilloso prólogo al primer tomo de los fallos donde brindó la mejor caracterización del rol de la Corte hasta hoy escrita. “Es la Corte Suprema [escribió Guastavino] que con la justicia de sus fallos y con su acción sin estrépito pero eficaz está encargada de hacer que la Constitución eche hondas raíces en el corazón del pueblo, se convierta en una verdad práctica, y los diversos poderes, nacionales o provinciales, se mantengan en la esfera de sus facultades.”
Que los jueces de la Corte sean jueces de la Constitución y no jueces del poder. El Senado de la Nación tiene una misión histórica que cumplir.
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