Interpretar la Constitución de buena fe
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Es un principio elemental del derecho que los contratos deben interpretarse y ejecutarse de buena fe. Se trata de un principio que está en todos los códigos civiles pero que también es extensivo a los contratos de derecho público. La Constitución Nacional es el gran contrato de todos los argentinos y debe interpretarse y ejecutarse respetando ese principio fundamental. Nuestra Constitución no quedó estancada en el viejo texto de 1853/60. Fue actualizada en 1994, en materia de derechos y en lo referido a la organización de los poderes del Estado. A diferencia de las escasas reformas anteriores, la Convención Constituyente de 1994 alcanzó un alto grado de representación de toda la sociedad argentina. Luego de intensos debates, se alcanzó un texto con un amplio consenso, que fue votado por los representantes de todo el espectro político-ideológico del país.
Una de las ideas fuerza de la reforma de 1994 fue el fortalecimiento de la independencia del Poder Judicial, lo que se plasmó expresamente en la ley declarativa de necesidad de la reforma (ley 24.309). Eso se hizo por dos vías: la selección de los jueces por medio de concursos de antecedentes y oposición por el Consejo de la Magistratura, y la exigencia de una mayoría de dos tercios del Senado para la designación de jueces de la Corte Suprema en sesión pública. Se procuró que los jueces de la Corte fueran producto de un amplio consenso político, y que se dejaran atrás las designaciones sorpresivas por una mayoría simple del Senado, que habían ocurrido con frecuencia hasta ese momento. Esa mayoría especial, junto con igual mayoría para la remoción por juicio político (ya existente desde 1853) debía constituirse en la piedra angular del fortalecimiento de la independencia.
Es cierto que quedó una cláusula del viejo texto de 1853/60 (tomado de la Constitución de EE.UU. de 1787) que, entre las atribuciones del Poder Ejecutivo, prevé que puede “llenar las vacantes de los empleos que requieran el acuerdo del Senado, y que ocurran durante su receso, por medio de nombramientos en comisión que expirarán al fin de la próxima legislatura”. No hubo debate acerca de este inciso en los prolegómenos de la ley declarativa de 1993 y tengo para mí que pasó inadvertida porque estaba totalmente en desuso.
Ahora bien, puede decirse que, inadvertencia o no, la cláusula está en la Constitución y puede el Ejecutivo recurrir a ella cuando el Senado no trata los pliegos. Eso es totalmente equivocado desde una interpretación armónica y actualizada de la Constitución. En primer lugar, cabe recordar que en 1853/60 las sesiones del Congreso duraban cinco meses y por ende había siete meses de receso, el transporte era tirado por caballos, y un senador podía tardar dos meses en llegar desde su provincia a la Capital. Podía ocurrir que un oficial superior de las Fuerzas Armadas muriera en plena guerra y fuera urgente reemplazarlo, y lo mismo podía pasar con un embajador. Tales eran las razones de la cláusula.
¿Es posible interpretar que luego de la reforma de 1994 esa vieja disposición es aplicable para el nombramiento de jueces? No, si se interpreta de buena fe la Constitución. En primer lugar porque jamás pueden darse las circunstancias normativas y fácticas que tuvieron en mira los constituyentes de 1853/60. El receso del Congreso dura sólo tres meses, nada impide a los senadores reunirse en forma inmediata para tratar el pliego de un juez propuesto por el Poder Ejecutivo, y, además, el reglamento del Senado permite hacer sesiones virtuales. Y en segundo lugar por algo más importante todavía: contraría la expresa finalidad de la reforma de 1994 de fortalecer la independencia del Poder Judicial.
Es evidente que un juez en comisión, sujeto a la ratificación del Senado, no es un juez independiente. Las garantías de independencia son objetivas: intangibilidad de remuneraciones y estabilidad en el cargo. Un juez, a quien sólo puede removerse del cargo por un jury de enjuiciamiento o por el procedimiento del juicio político sabe que puede resistir cualquier presión del poder político (de miembros del Ejecutivo o del Senado en particular). No se trata de las condiciones subjetivas del designado de esa manera (quien puede ser una persona honorable) sino de las objetivas.
La Corte Suprema lo ha dicho expresamente en dos fallos relevantes, “Uriarte” y “Aparicio” de 2015, en los que declaró inconstitucionales tanto el reglamento de designación de jueces subrogantes hecho por el Consejo de la Magistratura, como la lista de conjueces de la Corte hechos por el Poder Ejecutivo, por no contar con las mayorías exigidas por la Constitución (hizo expresa mención a los dos tercios del Senado en el segundo caso). En ambos la Corte abundó en conceptos sobre las garantías de independencia del Poder Judicial.
No es de buena fe recurrir a una vieja cláusula para “evadir” al Senado. Lamentablemente se ha generado un precedente de una gravedad institucional inusitada, con consecuencias impredecibles.
Profesor de Derecho Constitucional UBA

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