En la última década, Argentina ha sido testigo de un fenómeno migratorio significativo. Según datos oficiales, entre 2013 y 2023, aproximadamente 1.803.000 argentinos emigraron del país, siendo España, Estados Unidos e Italia los destinos más elegidos.
Este éxodo deja una profunda huella en las familias, especialmente en los padres que ven partir a sus hijos en busca de nuevas oportunidades.
Para los padres, la partida de sus hijos genera una mezcla de orgullo y dolor: Por un lado, apoyan la búsqueda de un futuro mejor; por otro, enfrentan la soledad y la incertidumbre que deja la distancia.
Hay una complejidad emocional que implica la separación familiar debido a la emigración, que pone de manifiesto cómo las relaciones familiares se transforman y se adaptan a esa ruptura familiar que implica el alejamiento.
La distancia física es solo una parte del desafío. La verdadera prueba radica en mantener vivos los lazos afectivos a pesar de los kilómetros que los separan. Es un adiós que se repite en cada llamada, en cada mensaje, en cada ausencia en la mesa familiar.
La tecnología juega un papel crucial en acortar las distancias emocionales. Videollamadas, mensajes instantáneos y redes sociales permiten mantener el contacto, aunque no reemplazan la calidez de un abrazo o la cercanía física. Aunque la tecnología nos acerca, también nos recuerda constantemente lo lejos que estamos. Es una herramienta valiosa, pero no sustituye la presencia real, el compartir momentos cotidianos que construyen la intimidad familiar.
Los que están acá mueren por una llamada, por una anécdota contada sin apuro, por un relato con detalles, como si padres e hijos estuvieran compartiendo la sobremesa de la cena y a menudo los jóvenes son tacaños con su tiempo. Ellos tienen sus propias luchas en esos destinos. Quieren conectar con otros, hacer amigos, empezar una nueva historia y eso no incluye a los padres.
En esos destinos, los amigos que se van haciendo en el recorrido se convierten en la familia y los padres, con su ansiedad y sus recomendaciones, muchas veces son difíciles de soportar.
Emigrar, mucho más que armar valijas
No todo es tan romántico como se percibe desde afuera. Irse a vivir a otro país es romper con el pasado, empezar un cuaderno nuevo. No hay red, no hay familia dónde apoyarse y cuando las cosas no salen como ellos imaginan, no es agradable llamar a casa para contar sobre los obstáculos del vivir. Esas distancias también desbalancean el equilibrio interno de la familia. El hijo que se queda se desdibuja porque es lo cotidiano, y el que se fue adquiere un perfil más heroico. Es el que más se extraña. Cuando llama, todo el mundo corre a ver el teléfono.
Las familias deben adaptarse a nuevas dinámicas, redefiniendo roles y buscando maneras de mantener la unidad a pesar de la distancia. Si el dinero escasea, ¿cuál de los dos padres va a visitar al hijo que está afuera?
En estos días, hubo dos casos de hijos que, sin avisar, se volvieron a la Argentina, de Italia y Australia respectivamente. ¿Ponerse feliz por la vuelta o tristes porque no pudieron luchar? Tanta despedida, dinero invertido y preparación familiar para verlos de vuelta sintiendo que la cosa no funcionó.
Como padres, también es difícil entender cuánto investigaron estos hijos para tomar la decisión o si es algo que hacen por imitar a sus pares. Cómo saber, siendo padres, que nuestros hijos tendrán los recursos para aguantar la distancia, adaptarse al idioma o a la cultura?