Desde el vamos, tanto el Wall Street Journal (WSJ) como el Financial Times, y los principales centros de reflexión del hoy disperso mundo occidental, diagnosticaron que el anunciado fortalecimiento de la de guerras comerciales que acaba de relanzar Donald Trump no traerá grandeza, sino miseria e incertidumbre.
Quienes conocen el prontuario de estas medidas, saben que no es para nada divertido administrar una fórmula que ya era vieja y fracasó estrepitosamente hace noventa y cinco años. Nadie cree que redimir la peor versión del proteccionismo es un paso en la buena dirección.
El resultado no se hizo esperar: Canadá, México, Francia y gran parte del resto de la Unión Europea, Brasil y China, por mencionar los casos más explícitos y notorios, están reaccionando con gran disgusto y preocupación. Todos se proponen responder al ilegal y generalizado aumento de los aranceles de importación de los Estados Unidos, con equivalentes o mayores medidas de represalia.
Somos muchos los que sabemos que esa alquimia hizo añicos la economía global cuando Washington la empleó para resolver la primera crisis de sobreproducción capitalista, la denominada Crisis de 1930. Al menos yo suelo aburrir a mis lectores con las enseñanzas de la enmienda Smoot-Hawley, cuya fórmula sirvió para reducir en dos tercios el comercio global en los primeros doce meses de aplicación.
Como sucede en estos días, Trump está imponiendo ridículos aumentos de aranceles de importación a la oferta extranjera y los países afectados dicen estar dispuestos a devolverle el favor. Todos ignoran sus obligaciones legales en el marco de la OMC y ese forcejeo gallináceo habrá de terminar con el obvio y salvaje cierre de mercados, la desaparición de empresas y la creación de ejércitos de desocupados.
Pero esta vez hay una yapa. Los atropellos de la Casa Blanca no se limitan a la de prepotencia tarifaria como la aplicada a partir de marzo de 2018. Las “nuevas” medidas añadieron una gratuita ola de provocaciones a gobiernos que históricamente fueron proclives a respaldar los intereses, estrategias y aventuras de Washington. En otras palabras, la Casa Blanca se deleita en agregar injuria al adulterio.
Nadie logra entender cuáles son los motivos que tiene Donald Trump para cambiar unilateralmente el nombre del Golfo de México por Golfo de América. O para cerrar las puertas de la Casa Blanca a los representantes de la agencia de noticias Associated Press (AP) por no llamar por el nuevo nombre al aludido espacio marítimo.
Tampoco impresiona favorablemente, en los sectores de poder del Atlántico Norte, el deseo estadounidense de anexar Groenlandia o exigir, con lenguaje malevo, la devolución del Canal de Panamá.
Mucho menos justificadas son las declaraciones que sirvieron para humillar a Canadá, al sostener que ese cordial y pacífico país, un firme y secular aliado de la Casa Blanca, debería transformarse en el Estado (provincia) 51 de los Estados Unidos.
¿Con esas ideas y modales políticos Washington espera recuperar su grandeza y liderazgo global? .
Semejante berenjenal explica el tono del WSJ, cuyo editorialista calificó el nuevo tinglado oficial como la “guerra comercial más estúpida de la historia” (el texto original fue “The dumbest trade war in history”).
Lo cierto es que esos episodios dejaron picando la idea de que el inquilino de la Oficina Oval cree tener derecho de aplicar el concepto de reciprocidad comercial país por país, una lectura visiblemente opuesta a la doctrina y las reglas de la OMC que Estados Unidos sigue obligado a respetar.
Por lo pronto el gobierno chino no dudó en acusar formalmente a Washington de estar violando los Artículos I y II del GATT 1994, referidos a la Cláusula de Nación más Favorecida y a sus compromisos contractuales de acceso al mercado.
Y si bien actualmente la Casa Blanca la puede sacar barata, debido a que el Órgano de Apelación del Sistema Multilateral de Comercio está congelado hace más de cinco años por el sabotaje institucional que su gobierno, el futuro aún no tiene dueño.
Contra lo que predica Donald Trump, el tercer párrafo preambular del Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (el GATT 1994) registra, al igual que el tercer párrafo preambular del Acuerdo de Marrakech de 1994 que estableció la OMC, la voluntad colectiva de atender y respetar los intereses recíprocos de sus miembros al promover el comercio y la liberalización de comercio.
La prensa también observó que los socios comerciales de Estados Unidos perciben que su gobierno se propone cerrar la economía y llenar de subsidios y protección en frontera a los inversores que se instalen en su territorio. El problema es que nadie puede identificar la fuente de derecho que proclama Washington para aplicar ese atropello.
El criterio de reciprocidad del Sistema Multilateral de Comercio se sustenta en la noción de que el principio de Nación más Favorecida hace posible lograr un mecanismo de equilibrio global, un modelo imperfecto que funcionó muy bien durante más de setenta años.
Contra lo que dicen Trump y sus asesores, así como algunos profetas de la sociedad civil de nuestro país, el criterio de multilateralizar la liberalización del comercio demostró ser la mejor medicina para el crecimiento y el desarrollo colectivo.
A Trump le convendría preguntarle a Elon Musk, su ministro DOGE, por qué las empresas de su país, incluida Tesla que solía liderar el propio Musk, tienden a instalarse en mercados como China, Vietnam, México, Filipinas, Malasia, India, Corea del Sur y otros países altamente dinámicos, con el avaro y lógico fin de bajar sus costos y ganar más plata.
Algunos de los sectores que en estas horas desea proteger la Casa Blanca, son los mismos que amamantó en su anterior presidencia. El gobierno apela a la Sección 232, sobre seguridad nacional, de la Ley de Expansión del Comercio de 1962.
De este modo, el nuevo arancel del 25 % a las importaciones de acero y aluminio, asunto que atañe en forma directa a la Argentina, Canadá, Brasil, México, la Unión Europea, China y otras naciones, fue concebido con el criterio de amortiguar la ineficiencia empresaria de Estados Unidos desalentando la competencia extranjera; es decir, matando comercio.
Lo que uno no entiende es por qué, si el problema central es China, Trump se las agarra con los proveedores que no hacen demasiada sombra en el piso, ni por qué muchos de los afectados temen condenar ese enfoque.
Como fuera mencionado en columnas previas, las medidas de Trump insisten en trabar el intercambio con los países que facilitan la migración ilegal y el peligroso contrabando de fentanilo que llega a Estados Unidos. Tales inquietudes son legítimas y merecen seria atención. Lo que no resulta tan aceptable, es la noción de matar comercio para solucionar conflictos no comerciales.
El actual inquilino de la Oficina Oval tampoco dedica mucho tiempo a especular sobre una posible realidad futura, ya que su eventual retiro de la OMC, hará posible que cualquier medida que prohíba o restrinja la entrada de importaciones a Estados Unidos, podrá sufrir igual medicina en el resto del mundo y Washington quedará sin derecho al pataleo. Ambas partes se limitarán a probar que son capaces de generar miseria.
El Financial Times por fin coincide en que esto ya no es teoría. Cuatro días antes de la reacción planteada por el WSJ, en el ejemplar del pasado 27 de enero, el diario londinense anticipaba que “El mundo no puede contar con Estados Unidos a la hora de discutir las reglas, el papel y las acciones del comercio global” (síntesis mía del mensaje formulado por Ruchir Sharma, el presidente de Rockefeller International).
Tampoco está claro que el atajo para solucionar el castigo arancelario puede surgir de un futuro acuerdo de libre comercio. Por lo pronto Donald Trump no simpatiza con esta clase de acuerdos, pero en la pista se verá si hay excepciones.
En su anterior presidencia, el actual y reincidente jefe de la Casa Blanca retiró su país del Acuerdo Transpacífico, negoció una importante enmienda del Acuerdo de Integración Regional con Corea del Sur y le aplicó el torniquete a fondo tanto a México como a Canadá, al replantear por las malas el NAFTA para convertirlo en el USMCA o T-MEC.
La táctica de Donald fue muy clara y sencilla: “si ustedes no nos ayudan a reducir el déficit de comercio, daremos por terminado el acuerdo de libre comercio”. Cuando uno es México y dirige el 83 por ciento de sus exportaciones a Estados Unidos, suele tomar nota de estas “indirectas”.
Los intentos de India y Estados Unidos por suscribir un Acuerdo de Libre Comercio durante su primera presidencia, quedaron en intentos.
Trump hizo oídos sordos al hecho de que son las empresas estadounidenses, europeas y asiáticas localizadas en México, en especial las automotrices, las que originan el creciente superávit bilateral que tanto molesta a su gobierno, un paquete al que se puede sumar la inversión congelada de Tesla, de 10.000 millones de dólares, en el Estado de Nueva León.
A ello se agrega el hecho de que China se metió en el juego, ya que sus empresas instalaron plantas en México y parecen ajustarse a las reglas del USMCA.
No se me escapa el hecho de que algunas fuentes confidenciales alegan que esas empresas reciben subsidios directos o indirectos del gobierno de Beijing. Y si bien no me consta la veracidad del comentario, yo no olvidaría su existencia.
Asimismo, nuestro país haría bien en recordar que Bolsonaro no pudo concretar el proyecto de Acuerdo de Libre Comercio entre Estados Unidos y Brasil, una ambición que está en la agenda del vecino país desde hace más de veinte años.
Tampoco sería astuto que la Argentina olvide que el USMCA será renegociado el año que viene (en 2026) y Donald parece listo a dar otra vuelta de torniquete.
Y finalmente, no estaría demás que nuestro gobierno se pregunte que espera conseguir la Argentina, y qué espera conseguir el inquilino de la Oficina Oval, si finalmente las partes acceden a realizar tal ejercicio. Hasta ahora hemos funcionado como economías competidoras, no complementarias. Hasta el momento está claro que Donald libertario, lo que se dice libertario, no es.
Si uno cree que la vida “cambia, todo cambia”, debería preguntarse si el cambio nos va a traer grandeza.
Jorge Riaboi es diplomático y periodista
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