La discusión técnica sobre el tipo de cambio, incluso la disputa política con presuntos devaluadores que el Presidente le baja por WhatsApp al coro de sus operadores mediáticos, se vuelve absolutamente banal cuando cualquier hijo de vecino sale a hacer las compras de todos los días y encuentra en los comercios más variados, desde supermercados a simples verdulerías, una inundación de productos importados. Incluso los más insólitos, como aquellos que compiten con sectores locales cuya productividad no necesita ser demostrada, como carnes, frutas y hasta fideos, por no hablar de los consumos suntuarios y las compras directas por Amazon. Lo mismo sucede cuando se recorren las redes sociales y se encuentra a las amistades menos sospechadas de gran prosperidad, apenas trabajadores formales de calificación media, subiendo fotos de veraneo en el exterior. Es el mundo “anti Javier González Fraga”, aquel economista que a comienzos del macrismo cataba ingresos de los trabajadores quejándose de que durante el kirchnerismo se le había hecho “creer a un empleado medio de ingresos medios” que podía comprar celulares, televisores de alta gama y viajar al exterior.
Pues bien, parece que La Libertad Avanza está reviviendo a su manera la fiesta de antaño, la misma que horrorizaba a los que ahora encanta y que, visto desde la vereda de enfrente, expresa la venganza del empleado medio, el que todavía, por ahora, conserva ingresos medios. Pero a diferencia de otras épocas, el acceso al disfrute de los consumos en divisas de algunos sectores medios es, ante todo, un efecto no deseado del modelo. En contraste con la primera década del siglo, no se está frente al resultado de darle bomba a la demanda y de un Estado que en las paritarias siempre media en favor del trabajador, sino frente una externalidad del ancla cambiaria.
Este contenido se hizo gracias al apoyo de la comunidad de El Destape. Sumate. Sigamos haciendo historia.
Acerquémonos al mecanismo. Los consumidores, siempre que puedan, elegirán para un mismo producto el precio más bajo, sean bienes, como los alimentos, o servicios, como las vacaciones. El mainstream de la economía, que se concentra en el momento de la circulación, se entusiasma con la baja implícita de precios propia de cualquier revaluación y explica que el aumento de las importaciones alentadas por el dólar barato, al ofrecer precios más bajos, mejora el ingreso real de los trabajadores y obliga a las empresas locales a aumentar su productividad. Pero la contracara de este aparente círculo virtuoso aparece cuando se mira la película completa, cuando al momento de la circulación se le suma el de la producción.
Los números que empiezan a conocerse son contundentes. Esta semana el Indec difundió datos que muestran, por un lado, la destrucción del mercado de trabajo, y por otro, la fuerte reducción del superávit comercial. Que se consuman más productos importados en un contexto de caída global del consumo quiere decir que se consumen menos productos locales. La afirmación no es una insistencia en la obviedad, sino que destaca que un efecto del consumo importado es la caída de la producción local y, en consecuencia, la caída en la demanda de los “factores de la producción”, entre ellos el trabajo. Esto es precisamente lo que muestran los indicadores del mercado laboral: según surge de los datos de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) conocidos el pasado jueves, hasta el tercer trimestre de 2024, en un año se perdieron un cuarto de millón de puestos de trabajo. En paralelo surgieron más de 400 mil nuevos subocupados, es decir trabajadores que tienen trabajo, pero buscan otro, sea para trabajar más horas o para mejorar condiciones, dato que refleja un aumento de la precarización y el descontento. En el mismo período, sin embargo, también bajó la desocupación. Dado que “desocupado” es el trabajador que no tiene trabajo, pero que a la vez lo busca activamente, la baja del desempleo en un contexto de caída global del empleo, refleja especialmente un “efecto desaliento”, es decir el aumento de los desocupados que dejaron de buscar conchabo. Dicho de otra manera, el mercado de trabajo no solo se achicó, sino que además se volvió más hostil. Y este proceso de degradación recién comienza.
En segundo lugar, aparece otro efecto archipredecible, el aumento de las importaciones afecta el balance externo y la provisión de divisas, lo que genera tensiones en otro mercado, el cambiario. Los datos conocidos a comienzos de semana fueron la fuerte caída interanual del superávit comercial, que se suma a ocho meses de déficit de la cuenta corriente cambiaria. El efecto normal de esta situación sería una suba del precio del dólar, pero como el gobierno se empeña en el sostenimiento del ancla cambiaria como núcleo de su estrategia antiinflacionaria, lo que hace es intervenir, por múltiples vías y desde distintas fuentes, como BCRA, Banco Nación y Anses, en el mercado de los dólares paralelos para evitar que se dispare la brecha cambiaria y, con ella, las expectativas de devaluación. La contrapartida de esta intervención es la continuidad del drenaje de las ya negativas reservas internacionales netas. Sólo para dimensionar parcialmente el problema, el superávit comercial de enero fue de menos de 200 millones de dólares, mientras que la intervención en el mercado cambiario durante el mismo mes, rondó los 1000 millones. Si se mantiene todo igual, la consultora Audemus, que saca cuentas con un poco más de precisión que los voceros oficialistas, prevé para 2025 un déficit de la cuenta corriente cambiaria de más de 22 mil millones de dólares.
Dado que la metodología de las proyecciones económicas consiste en “continuar las curvas”, el balance futuro tiene dos componentes. El primero es el deterioro progresivo del mundo del trabajo, lo que significa en la calidad de vida de las mayorías. El segundo es el grave deterioro de las cuentas externas, lo que profundizará al extremo la dependencia de una variable exógena, el endeudamiento. La pregunta del millón, dadas las proyecciones de déficit de más de 22 mil millones de dólares si se mantiene el modelo, es cómo se financiará el desbalance ¿El FMI volverá a otorgar semejante préstamo? ¿Vale la pena tanto endeudamiento para sostener la ficción cambiaria? La respuesta, también preliminar, es la insostenibilidad intrínseca del modelo.
Para finalizar, una nota al pie. Resulta sencillo satirizar los dichos de González Fraga de 2016, pero si se despeja el componente clasista, el economista tenía razón. Las restricciones son un dato de cualquier economía y, así como el precio del dólar, los salarios también necesitan reflejar la productividad. Es verdad que decir que los salarios solo pueden aumentar con la mejora de la productividad significa congelar la foto de la distribución del ingreso. Sin embargo, ello no significa que los salarios puedan crecer desconectados de la evolución de la productividad, porque el resultado es una mayor tensión en la puja distributiva y más inflación.
La segunda conclusión preliminar, entonces, es que efectivamente la alta inflación de los últimos lustros fue una desgracia insostenible cuyo resultado fue el gobierno de Javier Milei. Pero esta desgracia no debe hacer perder de vista que la destrucción de la economía real y el deterioro de las cuentas externas provocados por un tipo de cambio que no refleja la productividad no sean también una desgracia de, como mínimo, similar magnitud. En ambas dimensiones se deben evitar los extremismos, los salarios pueden aumentar por encima de la productividad y la apreciación cambiaria es una necesidad de cualquier plan de estabilización exitoso. De lo que se trata siempre es de no pasarse de rosca. Pero a no desesperar, mientras tanto y mientras todo siga igual, “el empleado medio de ingresos medios” seguirá disfrutando un tiempo más. Aunque se lo intuya, nadie sabe todavía bien dónde está el iceberg.