Fascismo y antifascismo: historia y política
¿Puede haber antifascismo sin fascismo?, ¿tiene límites claros el uso de la etiqueta “fascista” para la vida política? Lo que de verdad cuenta es calibrar la efectividad de esas definiciones.
Cómo puede considerarse como “fascista” a alguien que abomina del Estado, cuando, en efecto, el fascismo se cristalizó, a partir de su desarrollo, como una “idolatría” del Estado? En efecto, el líder “original” del fascismo, Benito Mussolini, declaró que “el Estado es un absoluto, ante el cual el individuo y los grupos son lo relativo. Individuos y grupos son ‘factibles’ en la medida en que forman parte del Estado”. Nada pareciera más alejado al pensamiento libertario. El presidente Milei, incluso después de asumir, no dudó en señalar que su “desprecio por el Estado era infinito” y que su administración venía a ponerle –paradójicamente, desde adentro- “un cepo” a dicha institución.
Sin embargo, la movilización del 1 de febrero se autodenominó “antifascista”, ubicando al presidente y a sus seguidores en un horizonte ideológico que los emparentaba no sólo con Mussolini o Hitler, sino con muchas más personalidades que alguna vez fueron tachadas de “fascistas” en un registro variopinto que supo incluir a Juan Perón, Getulio Vargas y Emilio Massera en el pasado, y en la actualidad, a Donald Trump y hasta al propio primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu.
¿Llamar fascista a Milei está “mal”? El escritor alemán, Klaus Mann, de reconocida militancia antifascista y de orgullosa condición homosexual, al combatir al nazismo, escribiría a mediados de los años treinta que en cierta medida, la aparición de tal enemigo político era “tranquilizadora” porque daba un norte, una certeza absoluta de la oposición.
Mann escribió: “El Humanismo socialista es la completa e integral oposición al fascismo […] El fascismo nos ilumina no obstante –por más paradojal que esto suene- la esencia y la visión de lo que queremos, haciéndolo evidente y claro. Nuestra visión será, punto por punto, lo opuesto a lo que el fascismo sostenga en la práctica. Lo que él destruya, el Humanismo socialista lo construirá; donde aquel violó, se educará; donde aquel mienta, se dirá la verdad. Donde aquel dividió, se unirá; donde él confundió, se sostendrá la claridad”. De allí, frente al virilismo prepotente del fascismo, Mann podría pensar que no había mejor forma de ser antifascista que ser abiertamente homosexual. Todo homosexual era, incluso, antifascista, aunque no deseara serlo.
Recordemos las palabras memorables del personaje Gabriele interpretado por Marcello Mastroianni en “Una giornata molto particolare “ (1977). Gabriele vería traspasada su intimidad al tener que interrumpir la escucha de su disco de rumba cuando la portera del edificio subía el volumen de la radio para reproducir las canciones marciales del fascismo. Una de las frases de Gabriele parece resumir esas instancias de imposición de lo político sobre la vida cotidiana y los gustos privados: “Yo no creo que el inquilino del sexto piso sea antifascista. Más bien es el fascismo el que es anti-inquilino del sexto piso”. La médica y activista uruguaya Paulina Luisi sacó una enseñanza similar, cuando sostuvo que si el fascismo era el summum del virilismo (podemos decir, machismo), lo que más se necesitaba para combatirlo era la voz de la mujer.
En todo caso, las definiciones de “antifascismo” han sido tantas y tan cambiantes como la de “fascismo” porque nacieron juntos y quienes con ellas se identifican se están mirando y desafiando todo el tiempo. Ello nos permite entender la plasticidad y la plausibilidad del “antifascismo” que invitaba a la marcha.
¿Puede haber antifascismo sin fascismo?, ¿tiene límites claros el uso de la etiqueta “fascista” para la vida política? No seremos los historiadores quienes decidamos si el uso de “fascismo” es “correcto” o “incorrecto” en la política como hacen los lectores de un manual de clasificación de insectos.
Lo que de verdad cuenta es calibrar la efectividad de esas definiciones tomadas del pasado, mezcladas en el cubilete de la actualidad y puestas de nuevo a jugar en el escenario político en el que estamos subidos. Para esos menesteres de verosimilitud política, quizás nuevamente el historiador sea aquí inútil para determinar la eficacia del anatema de “fascista” o “racista” en la marcha referida, y sólo lo pueda acreditar o no, con el diario del lunes.
(*) Historiadores. Investigadores del CONICET
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