Noches de Cosquín para aceptar lo diferente
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Los que conocen las lunas de Cosquín de fines de enero y comienzos de febrero aseguran que bajo su embrujo suceden cosas. Es que el festival de folclore que allí transcurre derrama tradición, claro, pero también muestra a los nuevos intérpretes, y año tras año se suman artistas que suelen reflejar los cambios sociales.
En la séptima luna de este año, el 31 de enero, la cantante Yamila Cafrune quiso dar lugar a las diferencias y traer a ese escenario el linaje familiar. Era una fecha especial: exactamente 60 años antes, su padre, Jorge Cafrune, había tocado con su varita a una muchacha tucumana que daría que hablar.
Ahora, la organización del festival proyectó como homenaje un video de aquella noche. Es muy conmovedor volver a escucharlo: “Yo me voy a atrever, porque es un atrevimiento lo que voy a hacer ahora y me voy a recibir un tirón de orejas por la Comisión, pero que le vamo’ a hacer, siempre he sido así, galopeador contra el viento. Les voy a ofrecer el canto de una mujer purísima, que no ha tenido oportunidad de darlo, y aunque se arme bronca, les voy a dejar con ustedes a una tucumana: Mercedes Sosa”. La “Negra”, como se la conocería más tarde, canta “Canción del derrumbe indio”, ella sola con su bombo, y desata una ovación. Lo que vino después en su carrera no hace falta reiterarlo.
Yamila jugó entonces su carta, aunque en algo los tiempos cambiaron: ella le había avisado a la organización qué iba a pasar durante su set. “Hoy es una noche muy especial –anunció cuando promediaba su actuación–. Porque la cantora que voy a presentarles hace muy respetuosamente folclore. Ella marca y va a marcar una diferencia. Ella es La Ferni”.
“La Ferni” es (o mejor dicho, era) Fernando Gyldenfeldt, una artista trans con una voz que, gracias a su entrenamiento, puede variar desde la de un poderoso tenor hasta ejecutar agudos difíciles de igualar.
“Hola, buenas noches, finalmente Cosquín. Qué placer, qué gusto, qué responsabilidad poder abrazarlos”, se presenta ante la plaza Próspero Molina. Y arranca con “Oficio de cantor”, en una versión que asume con naturalidad el lenguaje inclusivo. Por ejemplo: “Mi oficio de cantora es el oficio, de les que tienen guitarras en el alma”. Sumemos la imagen: usa el pelo bien largo, ropa femenina, uñas pintadas y maquillaje. Y tiene barba.
No estuve en esa plaza (una deuda que tengo conmigo hace años), pero algo nos sucede aún a quienes creemos ser open mind y no podemos evitar años de una cultura no acostumbrada a las diferencias, o más bien en la que las diferencias de este tipo estaban prohibidas.
Al principio es rechazo. La corrección me lleva a aceptarla, pero hago foco en si “no desafina un poco” o si no está un poco exagerado el carácter de la interpretación. Hasta que me dejo llevar y veo que hay algo de performance queer en su actuación. Y que cuando suelta todo su caudal algo pasa sobre ese escenario y es mejor olvidarse de las apariencias.
“Haber empezado tan joven desde este lugar en el folclore y siendo mujer me costó mucho”, reseñó la noche siguiente Soledad, cuando empezó a despedirse de una plaza explotada de gente. Ella, que llegó allí hace 29 años de la mano de otro grande, César Isella. Y eligió para el final “Todo cambia”, la canción que popularizó Mercedes Sosa.
“Que yo cambie no es extraño”, dice uno de sus versos, emblemático para ella. “Hay que aceptarse primero para poder aceptar al otro. Hay que entender que cuanto más libres somos más difícil es encontrar el odio. Estamos hartos del odio”, le dice a su público. “Que yo cante folclore no me hace distante a ningún artista que cante otra cosa. Yo también cambié, como cambian ustedes. Yo también voy a tener más años, va a ser más difícil poder coincidir con las nuevas generaciones, pero quiero volverme sabia, no quiero resentirme. ¡A cantar todo el mundo!”, retoma el estribillo. Cambia, todo cambia.
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