Me gustaba pararme en la orilla mirando al mar, dejar que la ola llegara y subiera hasta mis rodillas y después sentir la fuerza cuando se retiraba y me dejaba parada sobre dos pequeños montículos de arena. En ese momento, cuando el agua dejaba la arena brillosa antes de desaparecer por completo, quedaban a la vista pequeños tesoros: caracoles de varios colores, piedras perfectamente pulidas o, en alguna vacación caribeña, un pedacito blanco de coral. El hallazgo preferido era el de los caracoles de dos colores, casi como esos helados de crema y chocolate que salían de una máquina en el Pumper Nic de La Lucila al que nos llevaba la mamá de una amiga los viernes a la salida del colegio. También estaban esos otros con interiores tornasolados que yo juraba que, como algunas ostras, supieron encerrar una perla.