La lenta siembra de la sombra
Martita, la última de nuestras perras rescatadas, nos sorprendió con un desmesurado apetito por las frutas, y en particular por sus favoritos, los higos. Lo descubrimos el año pasado, cuando el arbolito empezaba a ofrecer su primera tímida y frágil cosecha. Una tarde la sorprendí colgada de una rama, extrayendo con delicadeza sus manjares (aún verdes, incomibles) y me di cuenta de que allí se había formado un vínculo perdurable. Ahora, y tras la poda invernal, la higuera está más robusta y más alta, por lo que Martha, pese a sus respetables dimensiones, no llega a las frutas. Pero además de los higos (y también las manzanas), le gustan los pájaros, y los persigue. Entendemos que con idéntico propósito, aunque no llega a atraparlos. Sin embargo, ambas cosas conducen a una vuelta de tuerca deliciosa.
De algún modo, Martha advirtió que calandrias y loros comparten su inclinación por los higos, así que, ahora que es verano y pasa más tiempo afuera, se ocupa de vigilar que los insolentes volátiles no se los coman. Son suyos, qué tanto. Como en esta época del año la higuera ya produce varios frutos maduros por día, hago una recorrida cada tardecita y vuelvo con una cantidad mucho más generosa que la que obtendría sin la atenta custodia de esta perra enorme, callada, mansa –aunque se enfurece si algo, aunque sea imaginario, me amenaza–, aficionada a las frutas, y a la que, por si todo esto fuera poco, le gusta observar los aviones que pasan sobre el barrio. Me temo que también son pájaros para ella. Y antes de que lo pregunten, no, no se empacha de higos. Solo le damos porciones homeopáticas.
En general, todo lo que planté hace entre cinco y ocho años está empezando a fructificar, lo que por supuesto contiene una lección sustanciosa, pero no solo me refiero a frutos reales, sino a unos intangibles, que descubrí hace unos días, también gracias a Martha.
Vamos primero por los reales. El taxodio (o ciprés de los pantanos), que llegó como una ramita agonizante, hoy es un árbol robusto que ya puede divisarse desde trescientos metros y que en tres meses dará su primer gran espectáculo. El taxodio es una de las tres coníferas de hoja caduca, y en otoño se convierte en una constelación de tonos por momentos flamígeros y por momentos cobrizos. Pero además ha dado sus primeros conos (o estróbilos o piñas), que son muy poco conspicuos y en cuyo interior algunas semillas son a veces fértiles. Ya veremos eso.
Las vides –una cabernet sauvignon y una torrontés– también se llenaron de racimos, pero, incluso antes del envero, las calandrias se hicieron cargo.
Es lo de menos. A fin de cuentas, las plantas y las aves están haciendo exactamente lo que deben hacer. Tiene poco sentido amargarse por algo así. Cuando haya muchos más racimos, podremos probar alguno. Además, no son uvas de mesa, sino para vinificación, y no tenemos planes de producir vino aquí. Pero aparte de higos, uvas, morrones, alcauciles y alguna que otra batata, hace unos días vi algo que me atravesó como una iluminación, porque era una enternecedora foto de cómo deberíamos medir el tiempo en nuestras vidas.
Estaba desmalezando y revisando el campito cuando la vi a Martha a la sombra de su higuera. Era uno de esos días en los que el sol muerde, y ella se había refugiado en esa sombra que tres años atrás no existía. Miré alrededor. El laurel y la araucaria también daban sombra. Y las melaleucas y, afuera, en la calle, los dos fresnos, que cuando llegamos aquí eran, sin exagerar, dos palitos con cuatro hojas.
“La vida es el tiempo que pasa entre que plantás un árbol y empieza a dar sombra suficiente para que un animal se ampare allí”, pensé, le saqué una foto para documentar el momento y para no olvidarme, en medio del trajín diario, de que cada una de esas pequeñas sombras, sumadas, hacen de este un mundo habitable. Todavía.
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