
Una sociedad decente
El concepto de sociedad decente puede parecer curioso, pero en estos tiempos en que tantos valores republicanos y morales parecen haberse desdibujado o quedaron en el “ángulo oscuro”, se hace casi necesario incursionar nuevamente en el tema.
Avishai Margalit define a la sociedad decente como aquella en la que las instituciones no humillan a los ciudadanos, y explica a la sociedad civilizada como aquella en la que los ciudadanos no se humillan entre sí (La sociedad decente, 1997). Por la concisión de estos enunciados y su insondable proyección, su formulación parece decididamente magnífica, con alcance si se quiere universal. Porque, al margen de cualquier connotación material o utilitaria, pone el acento en el respeto y la consideración que en el marco comunitario todos nos debemos entre todos, individuos y corporaciones. Marco global en el cual el factor económico si bien no resulta excluido, tampoco aparece como de primera prioridad. “La vida de un país no se reduce al superávit”, tal como lo sintetiza Joaquín Morales Solá (LA NACION, 23/10/24).
Lo que sobresale, en cambio, si se quiere netamente, es un principio rector de orden ético y de conciencia, convertido en clave para el mejor funcionamiento social.
Ocupémonos ahora de las corporaciones públicas y privadas. La Real Academia consigna que instituciones son cada una de las organizaciones fundamentales de un Estado, nación o sociedad, y extiende el concepto al abarcar también a “las cosas establecidas o fundadas”. Esto lleva a incluir tanto a entes estatales como particulares, y también a principios inmateriales, costumbres o modos de pacífico y largo arraigo comunitario, que terminan por cobrar predicamento institucional.
Los primeros organismos involucrados son sin duda los gobiernos, más responsables que nadie de no incurrir en acciones lesivas de derechos y garantías. Y esto se despliega, de modo ilimitado, a los terrenos de la política y la economía, la educación, los arbitrios de la vida pública y social, la distribución de recursos, el resguardo activo de la vigencia efectiva de los derechos constitucionales, individuales, colectivos o grupales, el campo jurídico y la legalidad, entre tantos otros.
Pero en los tiempos que corren tal vez de mayor relieve pueden llegar a ser los pecados que cometen quienes gobiernan, no por acción, sino por omisión. Porque la inoperancia, el fracaso o la desidia en cuestiones esenciales para una comunidad comportan un vejamen que se inflige a todos los habitantes, a sus condiciones de vida, sus deseos de una convivencia satisfactoria, su natural inclinación al bienestar.
Daron Acemoglu y James Robinson en Por qué fracasan las naciones precisan que uno de los códigos del éxito social consiste en tener instituciones políticas pluralistas, inclusivas y renovables en su composición, como proyecto contrario al poder de una élite (¿una casta?). Todo en un contexto imprescindible de estabilidad orgánico-política como sustento básico de armonía social. Pero ¡atención!: la categoría institucional se mide asimismo en lo que hace al ámbito no estatal. Porque en el mundo contemporáneo las agrupaciones económicas han venido adquiriendo un poderío tan creciente que en variadas ocasiones las coloca en árbitros monopólicos o abusadores de las necesidades del pueblo, al que oprimen con exclusivos fines utilitarios, soslayando por completo sus ineludibles obligaciones retributivas respecto de la sociedad que les posibilitó ubicarse en el rango de predominio en que se encuentran.
Lo que convalida la intervención del Estado para trazar límites necesarios frente a esas codiciosas desviaciones institucionales.ß
Abogado, periodista, exlegislador
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