La verdad es el fin del mundo
Un periodista. Mino Pecorelli. Anche lui è morto.
A fines de agosto apareció un titular en LA NACION: “Detuvieron en Buenos Aires a un integrante de las Brigadas Rojas”. La imagen del terrorista, miembro de la organización de extrema izquierda vinculado a la logística de uno de los crímenes más resonantes de la violencia italiana en las décadas del 70 y del 80 –un tal Leonardo Bertulazzi, acusado de secuestros y organización ilícita refugiado en la Argentina–, me trajo a la memoria la escena de una fabulosa película a partir del asesinato de Aldo Moro. Los personajes y la trama de la historia real llevados al cine grandioso de Paolo Sorrentino en Il Divo, la espectacular vida de Giulio Andreotti, un film que cuenta la supervivencia política en una obra de arte magistral.
Mino Pecorelli fue asesinado de cinco disparos a la salida del Observatorio Político en Roma, el diario en el que publicaba sus artículos vinculando el “Caso Moro” (el secuestro seguido de muerte a manos de las Brigadas Rojas) a los intereses de Giulio Andreotti, sucesor de Moro como Premier, presidente del Consejo de ministros de Italia por la Democracia Cristiana, cargo que ocupó durante siete períodos.
Con una introducción espectacular, tres minutos deslumbrantes que resumen el complot de la política con la mafia, Sorrentino, guionista y director de personalísimo estilo, abre su film con el asesinato del periodista en una secuencia de alto impacto. “Anche lui è morto”, dice el político tras la sombra de sus lentes con gesto cínico e impenetrable. Una suerte de “ópera cinematográfica” donde la fotografía, la iluminación, los escenarios, la mise-en-scène, las actuaciones, el uso de la música y hasta el ritmo de la palabra trabajada como elemento musical, componen una coreografía de impronta operística. La escena del monólogo de Giulio, por ejemplo, convirtiendo el texto casi en una pieza musical por el manejo del tempo, las pausas, el dramatismo y la intensidad de los acentos en el imponente recitado de Toni Servillo. El dramma-buffo de un personaje tan misterioso y oscuro como surrealista y estético: il Divo-Giulio, la Esfinge, el Zorro, el Papa negro, L’ Eternità.
Giorgia Meloni le agradeció al gobierno la captura del prófugo condenado a 27 años de prisión por sus actos en la organización terrorista. Hace un par de semanas, en su visita oficial a la Argentina, la premier se despidió con una gala en homenaje al gran cine italiano, digno mensaje de la estadista de un país ligado al arte, asociar su presencia a la cultura y la identidad.
El film que cito es de 2008, pero la historia goza de una actualidad plena porque narra el poder y la corrupción, pero sobre todo la impunidad, en la vida de un senador vitalicio que en estos días me volvió a la memoria: el amanecer en Roma con la Pavana de Fauré, la introducción de esa música delicada para acompañar la rutina del hombre que camina, de noche en soledad, y el coral que lo conduce hasta la puerta de su confesión. Una declaración terrible como en las óperas: “Las maldades que el poder tiene que cometer para asegurar el bien, el bienestar, el desarrollo del país. Durante muchos años –asume el sagaz político– el poder he sido yo. La monstruosa e inconfesable contradicción de perpetuar el mal para garantizar el bien. La responsabilidad directa o indirecta en todos los atentados que sucedieron en Italia, para ser exactos 236 muertos y 817 heridos, a todos los familiares de las víctimas yo les digo: ¡Sí, confieso! Ha sido por mi culpa. La estrategia de la supervivencia —exhibe con el mayor de los descaros—. Mino, Aldo… por vocación o por necesidad, irreductibles amantes de la verdad, todos pensando que la verdad es una cosa justa y en cambio es el fin del mundo, y nosotros no podemos consentir el fin del mundo en nombre de una cosa justa. ¡Tenemos un mandato divino! y hay que amar mucho a Dios para entender cuán necesario es el mal para llegar al bien. Eso Dios lo sabe. Y yo también lo sé”.

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