Resulta extraño, a esta altura de los tiempos, que haya que aclararlo. Si nuestra pareja nos insulta, nos humilla, se expresa hacia nosotros con violencia, busca compulsiva, enfermizamente, ofendernos -todos los días, todo el día, cada vez que puede- no puede decirse luego, que se trata de una pareja que “cumple con lo importante, pero falla en las formas”.
Ello es así, aún si se trata de alguien que, a fin de mes, paga las cuentas, o “nos trae el cheque”. Hablamos, en estos casos, de una persona que, simplemente, no merece quedarse a nuestro lado. Es más: ese individuo no puede ser descripto como apenas “desprolijo,” como “un poco excesivo”, como alguien que “cumple con las finalidades propuestas”, aunque “se equivoca en las formas”. Se trata de una persona que hace mal (nos hace mal), y falla, precisamente, en aquello que debiera hacer incondicionalmente bien: tratar a su pareja (a todos quienes le rodean), con debida consideración y respeto.
Sostuvo el Presidente, días atrás, en la Conferencia de Acción Política Conservadora: “No hay lugar para quienes reclaman consenso, formas y buenos modales. Las formas son los medios, se las evalúa según su efectividad para alcanzar determinados fines”.
Es importante tomar en serio estos dichos, ya que se trató de una formulación presidencial muy precisa, de lo que en verdad es inaceptable: para el Presidente, el buen trato tiene que ver con la debilidad, la tibieza, y finalmente con una mera formalidad sin importancia. Lo importante reside en otro lado (ie., la prosperidad económica).
La verdad del asunto -sugiero aquí- parece estar justo en el polo opuesto de lo que él propone. Ni en una pareja, ni en democracia, pueden considerarse al respeto y buen trato, a la tolerancia hacia el otro, como detalles menores: se trata de la esencia que le da significado y valor a la práctica. Sin ello, todo lo demás no sirve, no tiene sentido.
Vuelvo sobre el discurso presidencial de días atrás, en la Conferencia de Acción Política Conservadora. Dijo el Presidente “someternos hoy a la exigencia de las formas es levantar una bandera blanca frente a un enemigo inclemente. El fuego se combate con el fuego, y si nos acusan de violentos les recuerdo que nosotros somos la reacción a cien años de atropellos”.
Pensemos la cuestión, una vez más, retomando nuestra analogía inicial. Imaginemos que una persona (atenta a los dichos del Presidente, sobre la necesidad de argumentar pensando en la historia, o comparando con las alternativas pasadas) le dijera a quien sufre la violencia permanente de su pareja, algo como lo siguiente: “Pero acordate de tu pareja anterior. Ella era mucho peor! Ni el cheque de fin de mes te traía!” O sino: “fíjate todo lo que vos hiciste, para que ahora reaccione así”. O también “pero antes vos no decías nada, cuando te maltrataban”.
Entiendo que miraríamos a dicha persona con desconcierto: ¿De qué habla? ¿Ahora tenemos que quedarnos callados porque nuestra pareja actual sí nos deposita el cheque? O: ¿las agresiones que sufrimos hoy no deben contar como suficientes (i.e., como para terminar con la relación) porque en el pasado nos aguantamos unas terribles palizas? O: ¿nuestro enojo de hoy resulta “sospechoso”, porque antes, cuando nos pegaban, nos quedábamos callados?
Demás está decir que todo lo escrito hasta aquí asume, como obvio, y a los fines argumentativos, lo que no lo es: estoy suponiendo que ahora, económicamente, estamos bien, que llegamos a fin de mes, que pagamos las cuentas. Más todavía: todo lo escrito hasta aquí omite cualquier referencia a problemas por demás cruciales, como los relacionados con el accionar discrecional del que se jacta el Presidente; el gobierno por decreto; el veto permanente; las leyes obtenidas de modo irregular; las propuestas judiciales de espanto.
Me concentré, en cambio, en sólo una línea de problemas, vinculada con la habitualidad de los insultos; el uso de un lenguaje perverso; los aplausos contra quienes piden o reivindican violencia; los agravios contra quienes no piensan como el Presidente; las burlas contra quienes -como uno- participan de una ideología opuesta a la oficial.
En la democracia contemporánea, como en la vida en pareja, existen “modos” exigibles de forma incondicional: el respeto hacia quien piensa diferente, el buen trato que todos nos merecemos. La debida consideración hacia el otro no puede confundirse nunca con “rendirse”, ni con “usar la bandera blanca,” ni con “cosa de débiles”.
Aún si (en la utopía o el delirio) nuestra pareja nos convirtiera en millonarios, o nuestro Presidente, al final del día, nos dejara más prósperos, la violencia lingüística, el insulto, no pueden ni deben convertirse nunca en el precio a pagar -los “medios necesarios” (¿?)- para la obtención de los “fines propuestos”.
A la pareja violenta, como a la autoridad que nos maltrata, hay que obligarles a que se corrijan: siempre, y para siempre. Y si no lo hacen, en un caso como en el otro, hay que señalarles la puerta de salida. Hoy ya no son aceptables las aberraciones con las que la humanidad pudo convivir en siglos pasados.
Roberto Gargarella es profesor de Derecho Constitucional (UTDT y Universidad Pompeu Fabra, Barcelona)
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