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Juan Luis Bour
Juan Luis Bour
Es habitual que, en los años en que tienen lugar elecciones de medio término –años impares-, los gobiernos tanto a nivel nacional como los subnacionales traten de “cebar la bomba” para lograr una mejora de la actividad económica que favorezca sus perspectivas electorales. Lo que en otros países se vive como tensiones entre el Tesoro y el Banco Central por bajar tasas de interés (en latitudes en las cuales los sistemas financieros tienen “músculo” para la economía), en la Argentina lo hemos vivido como una gestión que tiende a aumentar temporariamente el gasto público en forma directa –acelerando la ejecución de obra pública, nombrando empleados públicos, otorgando subsidios, etc.- o en forma indirecta –aumentando el gasto tributario por vía de una reducción de impuestos, bajando aranceles de importación, entre otros-.
Pasado el año electoral, algunas de esas medidas se pueden revertir (subsidios, ritmo de la obra pública, aranceles) mientras que otras pueden quedarse contribuyendo a la formación de sucesivas capas geológicas (empleo público, básicamente).
La administración del presidente Milei no deja dudas de que para 2025 no hay margen para aumentar el gasto público en forma directa y, en este sentido, el slogan de “no hay plata” funciona como una clara señal de disciplina fiscal que todos los agentes económicos estamos internalizando ya no para 2024 o 2025, sino para todo el actual período de gobierno.
Dicho esto, ¿no hay margen para algún ciclo de expansión de raíz política para 2025? Es demasiado temprano aun para discernirlo, pero tenemos algunas pistas que abonan la idea que, dada la impaciencia política por obtener resultados favorables contundentes en las elecciones de medio término, se podrían sesgar algunos instrumentos de política más allá de lo que recomienda un programa de estabilización de largo plazo en una economía con demasiados episodios de “salirse del carril” y corregir con un volantazo que sacude los cimientos.
En primer lugar, tengamos en cuenta que la situación en materia de reservas netas se mantiene extremadamente precaria en un contexto en el cual habrá de tomar tiempo la apertura de mercados voluntarios de deuda, sin cepo y sin colaterales. Por supuesto, con cepo y colaterales, el margen se extiende, pero el tiempo disponible para mantenerse sin reservas netas que respalden vencimientos durante un lapso –no solo por la eventual impaciencia política, sino por la capacidad de competir de la mayoría de los agentes económicos- no es infinita.
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Y aquí aparece una segunda cuestión: la tasa de inflación se acerca al umbral del 2%, pero desde arriba, y para perforarlo todavía restan ajustes de precios relativos que condicionan esa baja. Congelar tarifas o llevarlas al 2% mensual no es, desde luego, un método para corregir precios relativos sino exactamente lo contrario. Es cierto que, tras nuevas inversiones que se proyectan y más desregulación, los precios “objetivo” podrán ser menores a los necesarios hoy para cubrir costos, y ello llevará a menores precios de equilibrio en el gas a boca de pozo y a las tarifas de equilibrio de los colectivos –para señalar otro caso-.
Pero eso no puede ser mañana o pasado mañana, y requiere inversión y (mucha) desregulación, y eventualmente –en algunos casos- reducción de la presión tributaria. Mientras tanto, ajustar precios por debajo de la inflación va a requerir ahorro fiscal por otro lado. Porque el ajuste fiscal estará incompleto si la economía convive con un tipo de cambio real que se aprecia 10% por año (computando la inflación internacional), y allí sí se requiere que el gasto público consolidado siga disminuyendo algunos puntos en relación con el PBI para que -junto con una agresiva desregulación y apertura económica- las empresas ganen competitividad.
Una estrategia de largo aliento que converja a una economía abierta y desregulada, con un gasto público que caiga al entorno del 26 o 25% del PBI, con una tasa de inflación de un dígito y un tipo de cambio unificado y libre, requiere pasar por un periodo de transición en el que todos estos objetivos se van logrando con mucho esfuerzo y quizás, a destiempo.
Es decir, la economía seguirá un sendero en desequilibrio por bastante tiempo, con precios relativos que deberían adaptarse con cierta rapidez a la productividad vigente más que a la productividad potencial que se puede lograr dentro de dos o tres años con “otra empresa” que sea bien diferente de la que creció en una economía cerrada y súper-regulada.
Es en esta etapa –el segundo año de reformas que, para muchos, es el primero en que pueden encarar ajustes que no sean meros recortes temporarios de gastos- que debe cuidarse de no condenar a quienes podrán eventualmente adaptarse tras las reformas (es decir, con tiempo) pero que pueden cerrar en el medio del camino si los costos –salariales, tributarios- no lo permiten.
El intento por acelerar los resultados visibles para la población de la nueva estrategia macroeconómica con un frenazo inflacionario puede empeorar las cosas, pues en una economía con inflación baja se requiere mucha más flexibilidad para reconvertirse de lo que la ley permite.
Puesto de otra forma, si el gobierno está apurado por llegar a una inflación mensual de un dígito anual debería acelerar hoy (es decir, en lo que queda de 2024 y en pleno 2025) con profundas reformas laborales y con importantes ajustes del gasto público real –Nación, Provincias y Municipios- con recortes impositivos asociados (en lugar de incrementar la presión tributaria).
Es fácil decirlo, pero no hacerlo puede implicar que los niveles de costos laborales y tributarios no sean consistentes con el sostenimiento de la actividad para muchas regiones –con la excepción de sectores que accedan a condiciones de alta productividad o con beneficios especiales, como el RIGI-.
La alternativa es –como quizás veremos- acelerar con el frenazo inflacionario y baja de tasas de interés, en un contexto de euforia financiera, en parte transitoria y en parte permanente por ajuste de niveles, que podría desembocar en profundizar desequilibrios de precios relativos. Podríamos encontrarnos, entonces, en 2025 con un ciclo político de raíz diferente al que predominó en otros periodos, con euforias transitorias que dan pie a una mejora del consumo y la actividad, pero que encuentren dificultad para sostenerse en el tiempo y demanden nuevas y duras correcciones.
Nunca es bueno dejarse llevar por la euforia, y siempre será mejor tener la cabeza fría al servicio de un corazón caliente, y no la recíproca.
“El slogan de ´no hay plata´ funciona como una clara señal de disciplina fiscal que se está internalizando”
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