“Puede ser que la vida de un lector se divida en dos: antes y después de haber leído La montaña mágica”, escribió alguna vez Mario Vargas Llosa.
La monumental novela de Thomas Mann se publicó hace un siglo, en noviembre de 1924, y al escritor alemán le llevó más de una década su construcción. La inició en 1912 cuando ya era un consagrado por “Los Buddenbroks” y “Muerte en Venecia”, la misma que inspiró mucho después a Visconti para una película deslumbrante.
También en 1912 Mann había acompañado a su esposa Katia para un tratamiento médico en una clínica en las montañas de Davos, Suiza, y eligió esa locación para narrar la aventura de Hans Castorp: el joven llega desde Hamburgo para visitar durante tres semanas a un primo internado… y se queda siete años. Alrededor del soñador e inexperto Castorp, Ludovico Settembrini (síntesis del pensamiento ilustrado) y Leo Naphta (un jesuita reaccionario, cuyas ideas totalitarias podrían cubrir desde el fascismo hasta el stalinismo), Thomas Mann concentra su obra que aún hoy es motivo de admiración y estudio como una de las cumbres de la literatura.
Podría representarse como una reflexión sobre el tiempo, como transforma a los personajes, Castorp en este caso. O al mismo escritor, que la inició en el período donde aún mantenía posiciones conservadoras –y así escribió “Consideraciones de un apolítico” en medio de la convulsionada Alemania del 18- hasta que culminó la obra mucho después, cuando ya defendía las ideas más abiertas de la República del Weimar.
La intolerancia, la violencia que pasa de retórica a física, el fanatismo político y hasta una profunda radiografía del alma humana (con un avance sobre lo que luego sería el psicoanálisis), lo efímero y lo eterno, son otros de los temas que abarca La Montaña Mágica que, para muchos, significó un alerta sobre la proximidad del nazismo.
Visiones argentinas
Durante una de las ediciones de la Feria del Libro hace casi cuatro décadas, los escritores Ernesto Schoo y Jorge Landaburu realizaron una lectura para el público de La Montaña Aquí. Para Schoo, la obra “es un absoluto compendio de todo cuanto había en el mundo antes de que estallara la Primera Guerra Mundial”. Y recordó que “Mann, cuyos libros ardieron después en las hogueras del nazismo, realizó en esa novela un pronóstico quizás inconsciente de lo que ocurriría en el mundo poco después”. Landaburu la definió como “una novela de las que ya no se escriben en nuestra época”.
Luis Gregorich, en una columnas en La Opinión, consideró que “la grandeza de Thomas Mann en la literatura alemana sólo puede compararse quizás con las de Kafka y Brecht”. Y sobre la novela apuntó que representa “una vasta discusión sobre la cultura occidental, corroída desde su propia entraña”.
Ñ le dedicó un número especial al escritor, a medio siglo de su muerte, y allí Fermín Rodríguez consideró que La Montaña Mágica se mantiene como “una novela de nuestro tiempo”. Resalta al factor “tiempo” como el leitmotiv de la obra. Y la describe así: “En los Alpes, a cinco mil pies de altura por encima del resto de los hombres, no sólo el espacio cambia de escala: también el tiempo sale de sus bisagras. La monotonía, la repetición, la enfermedad, alteran la percepción del tiempo y la duración. Todo cambia de escala: los días, vacíos e idénticos a sí mismos, se alargan: la unidad mínima de duración es la estación; la conciencia del paso del tiempo se estanca, se adormece. Las tres semanas que iba a durar originalmente la visita del saludable Hans Castorp a su primo enfermo, se convirtieron en siete años como si un hecho de tiempo hubiera caído sobre él”.
Visiones españolas
La abordaron también dos escritores españoles que nos resultan igualmente cercanos:
Rosa Montero: “Me cuesta entender que La montaña mágica le pueda parecer a alguien un ladrillo, porque es un texto moderno, sumamente legible, hipnotizante. Una especie de colosal cuento de hadas (o de brujas) sobre la vida. El título no engaña: es una montaña mágica en donde suceden todo tipo de prodigios. La gente ríe frente a la adversidad, calla cosas que sabe, habla de lo que no sabe, ama y odia y, de la noche a la mañana, desaparece. Esa montaña que representa la existencia, permanentemente cercada por la muerte, es el escenario del combate interminable de los enfermos, que luchan como bravos paladines medievales o escogen olvidar que van a morir. La vida es una historia que siempre acaba mal, pero nos las apañamos para no recordarlo”.
Aun así, considera que tiene “decenas de páginas de más”, pero la inscribe entre las obras maravillosas”.
Manuel Vicent la leyó durante su juventud y, mucho después, volvió a la obra. Y lo hizo desde otro ángulo: considera que es una novela necesaria para recuperar la Memoria Histórica, en cualquier geografía. Y en su caso, la de España: en el mismo momento de su relectura “se me reveló el misterio de la cara oculta de la Guerra Civil (…) El odio civil entre los españoles era una grave enfermedad contagiosa, casi siempre mortal, que había que superar, y la reconciliación una nueva montaña mágica que había que escalar”.
A orillas del lago
Thomas Mann fue uno de los primeros intelectuales en advertir los riesgos del nazismo. Prestigioso por sus obras y por el Nobel que recibió en 1929, tuvo que alejarse de Alemania -auxiliado por Bruno Walter- con el ascenso de Hitler al poder en 1933. En aquel momento, Mann estaba ofreciendo de gira por Europa y sus hijos le convencieron para que no regresara. Uno de sus actos que enardeció al nazismo fue su conferencia “Sufrimientos y grandeza de Richard Wagner” en Munich. Allí denunció que Hitler se había apropiado de la música de Wagner como símbolo alemán: “Es absolutamente inadmisible atribuir un sentido contemporáneo a las acciones y discursos nacionalistas de Wagner, es falsearlos y profanarlos, mancillar su pureza romántica”.
Mann se instaló en Suiza, al principio. “Está claro que un hombre de la sensibilidad y valores humanos de Thomas Mann no podría vivir bajo un régimen deshumanizado como el de Hitler”, escribió el músico Kurt Palen. Los nazis saquearon su casa de Munich, que convirtieron en una oficina de las SS. Después, le quitaron el pasaporte y la ciudadanía alemana, quemaron sus libros. “Donde estoy yo, está Alemania. Llevo la cultura alemana en mí”, afirmó el escritor. Finalmente, se marchó a Estados Unidos, donde le concedieron la ciudadanía en 1944.
Tres años más tarde se editó otra de sus grandes obras, Doctor Fausto. Allí a través de la figura torturada del músico Adrian Leverkühn y su pacto con el Diablo, el viejo mito de Fausto vuelve en otra perspectiva. Marca el contrapunto del derrumbe de Alemania ante el avance de las tropas aliadas y la promesa de que una regeneración moral deberá producirse desde lo más hondo del desastre
Mann ya no volvería a Alemania. “No le perdonó nunca el tremendo desvío en el cual había caído. Halló la paz en Suiza, cuya historia y sistema político admiró hondamente. Entró en la historia como el escritor alemán de mayor envergadura de su tiempo, clásico indiscutido, lo que significa no solo la suprema maestría del lenguaje y de la visión poética, sino cierto distanciamiento de los ardientes problemas de la actualidad”, destacó Pahlen.
Thomas Mann murió en Kilchberg, un suburbio de Zurich junto al lago, el 21 de julio de 1955. Había cumplido 80 años pocas semanas antes.
Visiones de Mann
En Relato de mi vida Mann reflexiona sobre el suceso de La Montaña Mágica:
“Los problemas de la novela no eran, por su propia naturaleza, apropiados para la masa, pero a las personas cultas les parecieron problemas candentes. Y la indigencia general había proporcionado a la receptividad del gran público aquella exaltación alquimista que había constituido la auténtica aventura del pequeño Hans Castorp. Yo no me engañé sobre el carácter de este extraño éxito. No era tanto de naturaleza novelesca sino que estaba más condicionado x el espíritu de la época. No por ello era, sin embargo, más superficial y efímero pues se basaba en la simpatía para el dolor”
Instalada en la Europa de entreguerras, La Montaña Mágica también aborda múltiples temas que serían hoy de actualidad, desde los efectos de una pandemia hasta los nacionalismos o los extremismos políticos. Mann fue uno de los intelectuales que pudo alertar sobre la llegada del fascismo, como tantos más. Stefan Zweig, por ejemplo, en un tono más apocalíptico (que lo llevó al suicidio en Petrópolis, Brasil).
Pero aún así, es en el cierre de su obra, monumental, más de mil páginas, cuando Mann parece dirigirse a su propio protagonista (“Adios, Hans Castorp, ingenuo niño mimado por la vida”). Y no cede en sus mensajes de belleza o esperanza:
“¿Será posible que de esta bacanal de la muerte, que también de esta abominable fiebre sin medida que incendia el cielo lluvioso del crepúsculo, surja alguna vez el amor?”.
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