
La noche en la que otra vez estalló la muerte joven en la costa
El caso de Santa Teresita conmovió el inicio de la temporada y reinstaló la preocupación por la violencia en los centros turísticos
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Las notas veraniegas no llegaron a ver la luz, literalmente. Antes de las siete de la mañana del primer día del año, a Tomás Tello lo apuñalaron en el corazón. No tuvo ninguna chance. “Ella le pidió que le ponga la clave de su celular y a Tomi se le cerraban los ojos, no llegó”, contó una de sus amigas. “Ella” era Kiara Cáceres, que le sostuvo un trapo para que no se desangrara.
Parecen más grandes, pero son nenas. Con ojos llorosos, ese lunes se irán amontonando en la Carabela, la zona de la costanera de Santa Teresita -entre la calle 39 y la 40- donde suelen festejar Año Nuevo y donde empezó todo, para homenajear a Tellito, de 18 años.
Lo mataron en la puerta de una casa sobre la 44, a unas pocas cuadras de la playa. Después se turnaron en la puerta de la comisaría para contener a su hermana, de 14 años. Con la mirada perdida, probablemente Camila ya perdió las horas que lleva sin dormir. Es ella también quien abre la puerta de la casa de sus abuelos, en un barrio de casas bajas y calles de tierra en Mar del Tuyú y contesta si están disponibles para dar una nota.
Esa noche, cada tanto avanza con actitud patotera por el pasilllito que está antes de la puerta de la comisaría, como en busca de respuestas. La abrazan sus amigas, la frenan antes de que llegue a la barrera de policías que se formó después de que arrojaran piedras.
A la noche todavía quedaban algunas motos haciendo cortes para recordarlo a Tello, los restos de los pallets que habían quemado y los vecinos y amigos que se acercaban. La tensión parecía haber pasado cuando algo la volvió a encender y arrancaron las balas de goma. Hubo que correr y esconderse en un local de fundas de celulares. “Por favor no salgan, entren a sus casas”, pedían los policías que avanzaban marchando y despejando la calle 3.
Un despliegue cuasi cinematográfico que no se vió el día anterior, en la playa, según reclamaban los vecinos. “Tirás balas ahora que se murió una criatura, ¿por qué no tirabas balas anoche? ¿Dónde estaban a la noche? No había ningún policía”, gritaba uno de ellos en la puerta de la comisaría. “La playa es tierra de nadie desde hace años; ahí pasa cualquier cosa”, dijo otro.
Fue ahí, en la playa, donde empezó la pelea de Tello con al menos 13 hombres (algunos dicen que eran 30) de entre 16 y 57 años, incluido el padre de quien para el fiscal sería el autor material. Volaron botellazos, cuentan que hubo más heridos. “Pasa siempre”, coincidían los vecinos. Tomás después corrió unas seis cuadras hasta llegar a la puerta de la casa amarilla donde lo mataron. Adentro estaba Mónica Ayala (65). Era la tercera vez que alquilaban esa casa para pasar las vacaciones. Se despertó por los ruidos y pensó que era su nieto, que también había salido. “Creo que se debe haber querido esconder, o pedir ayuda, pero ni llegó. Yo soy más chico que él, que el chico que mataron. No tengo ganas de salir nunca más”, dijo su nieto, Joaquín, de 17 años. La mancha de sangre todavía estaba en la pared.
“Lo que yo no entiendo es cómo no había policía. Esto pasa en Gesell, acá. El pibe corrió hasta donde pudo. Seis cuadras corrió, no dio más y no había un policía. Peleó con los dos hermanos y el padre los alentaba. Es mucho lo que vivimos”, expuso José, su abuelo, al salir del cementerio. Hacía un día que no comía, solo tomaba mate.
Los funcionarios se apuran para explicar que la policía llegó rápido al lugar. El intendente irá a ver a la familia, el equipo de psicólogos municipal también le ofrecerá ayuda. Pero ninguno evitó su muerte ni respondió por qué no había policías, una vez más, para frenar la tragedia.
Así como se acumulaban vecinos que se querían despedir de Tomás “porque acá nos conocemos todos”, se iban sumando los medios. El primer día apenas algunos enviados, y cronistas locales. El segundo, llegaron más cámaras de televisión.
Para las 10 de la mañana del 2 de enero, Samanta Ferreira, su mamá, estaba agotada. Está, además, a seis días de parir a Morena; tiene programada la cesárea para el 8 de enero. Es mamá de Milagros, una beba de dos años, y de Camila, de 14, que vivía con Tomás en la casa de sus abuelos. Pero está ahí, sentada en la vidriera de la cerrajería de su pareja, después en el hotel de enfrente, dando entrevistas desde las siete de la mañana, mientras se acercan conocidos a abrazarla. “Quiero justicia, nada más que eso”, repite una y otra vez. Cuenta que su hijo “era un chico muy bueno, trabajador”. Sabe, al mismo tiempo, que estas primeras horas son importantes para que el caso impacte en los medios. Así se lo dijeron sus abogados. Aunque circuló el nombre de Fernando Burlando, quien se habría comunicado con la familia, fue finalmente Miguel Angel Pierri quien se quedó con el caso. Agradece a los periodistas y después de una de las entrevistas se excusa: “Quiero ir a darle de comer a la gorda”. La vida sigue en medio de la tragedia y el dolor.

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