La crisis requiere de mucha acción y, en ese contexto, se proponen medidas relevantes y positivas
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El nuevo gobierno ha iniciado su gestión con gran ritmo y numerosas propuestas que suponen cambios de fondo para nuestra economía y negocios. Muchas de las respuestas de la dirigencia política recibidas hasta el momento parecen querer evitar el fondo de la cuestión para concentrarse solo en la forma.
Tanto el DNU como la Ley Ómnibus del presidente Milei consisten básicamente en retraer al Estado de una serie de ámbitos en los cuales considera que estaba siendo más destructivo que protector, para liberar así las energías del sector privado. Esta decisión está claramente alineada con lo que prometió en su campaña y la ciudadanía avaló muy mayoritariamente.
En materia de gobernanza pública, se debe destacar que no vivimos en un sistema parlamentario, sino presidencialista. Hasta ahora había gran consenso de base entre los dos partidos que gobernaban alternativamente y dominan el Congreso. Esta vez, perdieron ambos y el Congreso todavía refleja poco lo que expresa el mandato popular al Presidente. El Congreso deberá hacer esfuerzos para no impedir al Gobierno solucionar la crisis. Cuando el voto popular del Presidente no se condice con las ideas imperantes en el Congreso, ¿cómo se dirimen los límites para que las dos fuentes de legitimidad puedan convivir?
El ámbito administrativo es un terreno intermedio entre legislativo y ejecutivo. Y gran parte de las medidas propuestas son de índole reglamentaria, pues modifican regulaciones de mercados. No cambian ninguna cuestión o principio de fondo: p.ej., no se pretende transformar el contrato laboral en un contrato libre entre iguales, ni eliminar la afiliación sindical, como podría haber sido el caso de un libertarismo extremo. Elimina cláusulas que se tornaron abusivas y ahuyentan la contratación. Lo mismo sucede en muchas otras materias. Todas regulaciones de índole más administrativo que de fondo. Se trata de decisiones que o bien podría tomar el propio Ejecutivo, si el Congreso no hubiera avanzado sobre ellas.
Hay otras medidas, en cambio, que reforman conceptos básicos de la legislación, entre ellas, algunas relevantes para el gobierno corporativo, como las reformas a la ley de sociedades comerciales o el status de las empresas estatales. Estas propuestas están siendo debatidas en el Congreso, como corresponde.
Al respecto, derogar la figura de la sociedad del estado es una medida destacable, máxime en un país que ha tenido serios abusos de parte de la clase política sobre estas empresas. Desde la teoría de la gobernanza corporativa, hablar de “empresa pública” es prácticamente un oxímoron. Es que las empresas son personas jurídicas privadas, con objetivos y finalidades particulares, definidas por sus directorios. El estado, en cambio, solo debe perseguir el bien común o general, nunca un bien particular. Por lo tanto, las empresas públicas se inscriben en un terreno gris que, normalmente, se tiñe de negro.
¿Por qué se crean sociedades anónimas de propiedad estatal? Básicamente, porque se busca que su administración sea más ágil y flexible y no tenga los impedimentos propios de las burocracias públicas. Pero ello es, en sí mismo, toda una declaración de culpabilidad implícita. ¿Quiénes son los encargados de tramitar esas flexibilidades? Los directores de las empresas públicas. A ellos, el poder político que los designa les exige forzar los límites y, como la legislación privada que los regula les permite cierto margen de acción, siempre se cae en un territorio controversial. Modificar esta situación es una necesidad. El estado como accionista debe tener condiciones iguales a las de los demás, tal como estipula la OECD. O actúa como empresario designando directores profesionales y dándoles la necesaria independencia, como en cualquier empresa, o se las privatiza. No hay tal cosa como “empresario estatal”.
La crisis actual requiere de mucha acción. Buena parte de las medidas son desregulatorias y constituyen señales esperadas por los inversores. Ante semejante propuesta legislativa, estudiada y de alta calidad técnica, la responsabilidad se trasladó al Congreso. La actitud de este poder que resultaría más acorde a la situación política es que sus bloques expresen con toda claridad cuáles de estas propuestas merecen modificaciones. Pero estas observaciones deben ser relativamente pocas pues, de lo contrario, se pondrá en disputa la legitimidad del Presidente y se entrará en un conflicto de poderes. Ni el recurso al plebiscito ni el rechazo al DNU o a la ley ómnibus son las salidas más convenientes. Es la hora de que la política actúe, ayudándole a gobernar al Presidente, que está decidido a hacerlo y cuenta con el apoyo popular.
*El autor es economista, presidente del Instituto de Gobernanza Empresarial y Pública (IGEP)

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