
Otra deuda de la política argentina
En un país en el que el respeto por la institucionalidad está siempre en cuestión, no sorprende que haya una cláusula constitucional (artículo 86) incumplida desde hace más de catorce años: designar a un Defensor o Defensora del Pueblo de la Nación. Una muy básica simbiosis de pragmatismo e ignorancia demoran su designación porque no saben muy bien de qué se trata o porque le temen.
De acuerdo a la normativa constitucional argentina, la Defensoría del Pueblo es la segunda magistratura en importancia del país después de la Presidencia de la Nación. Primero porque tiene el mandato de preservar y tutelar los derechos de los habitantes puestos en cuestión por cualquier medida, aun técnicamente legal, de los poderes institucionales del Estado y, en segundo lugar, porque sus determinaciones son las únicas que no requieren refrendo de nadie (ni el titular del PE tiene esa prerrogativa) y además son las únicas no apelables ni revisables, porque no están sujetas a la autoridad del Poder Legislativo, sus recomendaciones no pueden ser tachadas por inconstitucionalidad por al Poder Judicial y deben ser por lo menos respondidas por el Poder Ejecutivo. Estas características son propias de todos quienes cumplen esa misión institucional, se llamen como se llamen, en todas partes del mundo, y no puede ser de otra manera cuando de defender derechos se trata: las Defensorías del Pueblo no tienen poder positivo; el suyo es un poder de defensa, de protección, de mediación entre la sociedad y el estado: es un poder negativo porque reacciona contra algo que se considera injusto o arbitrario en el más amplio sentido que puedan tener esas palabras.
Es al Congreso de la Nación al que corresponde designar, por una mayoría calificada, quien desempeñará esa función. Como no es un cargo político partidario con esta exigencia se procuró liberar la elección de maquinaciones políticas partidistas pero, en este país de tan arraigadas prácticas anómicas se interpretó al revés: no es que no haya mujeres u hombres con aptitudes para que sean elegidos, es porque no hay “acuerdos” es decir no se puede “rosquear” su designación. No hay proporciones ponderables entre “lo que te doy” y “lo que me das”, y menos en tiempos de grietas e internas de las internas. Habría que intentar siquiera substraer a la Defensoría del Pueblo de la Nación de la condición de prenda de intercambio, como sucede con muchas instituciones del Estado.
Por este grave incumplimiento de la Constitución la Corte Suprema de Justicia llamó la atención del Congreso nacional y desde el exterior hizo presente su preocupación el Instituto Latinoamericano del Ombudsman-Defensorías del Pueblo. Me permito señalar de paso que este registro de vacancia no tiene precedentes en ninguno de los países que cuentan con este instituto.
Es sabido que en la Argentina existen trece defensorías del pueblo provinciales, también en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y en decenas de municipios, además de defensorías especializadas como las de niñas, niños y adolescentes nacional y en varias provincias. Pero una apocada interpretación que hace la Corte Suprema de Justicia impide a las defensorías locales intervenir en cuestiones de naturaleza federal, lo que significa de hecho, sobre todo en procedimientos judiciales, un acotamiento en las facultades de éstas para asumir la plena defensa de los derechos de la población afectada.
El método de elección establecido en la ley reglamentaria de este instituto no es el mejor porque deja al Poder Legislativo la exclusiva potestad de elegir al Defensor o Defensora del Pueblo sin dar ninguna participación a la sociedad civil para que influya de algún modo en esa decisión. Eso deberá ser objeto de modificación en el futuro, para adecuar los procedimientos a las pautas establecidas por Naciones Unidas para la elección de magistraturas de esta naturaleza. Pero lo cierto es que en este momento no parece tan difícil hallar entre los cuarenta y seis millones de habitantes una persona que pueda cumplir idónea y dignamente con esta responsabilidad lo que implica tanto como decir que no utilizará su mandato con objetivos políticos personales.
Es evidente que en este largo proceso de empobrecimiento económico de la población, de disminución de su calidad de vida, de creciente inseguridad en todo sentido, de falta de horizontes para sus jóvenes, de sometimiento a las imposiciones del mundo digital y de decadencia moral, esta institución hubiera ayudado a encontrar acuerdos, a asumir la representación de personas y colectivos que se sienten desprotegidos o vulnerables frente al poder político y de sus concesionarios, que necesita una intercesión informal y lo ayuden por fuera de los trámites y la burocracia a resolver problemas cotidianos. Sin emitir opinión sobre la actual situación política que vive nuestro país, a nadie puede escapar que hoy mucho más que ayer será necesaria su figura a la luz de los conflictos que necesariamente producirán muchas medidas que se anuncian. Tal vez la próxima composición de la Legislatura asuma su responsabilidad, favorecida por la heterogeneidad política que presentarán sus cámaras y que senadores y diputados comprendan que las deudas con el pueblo se terminan pagando y que lo de los “derechos” no es una palabra ni un compromiso abstracto pour la galerie (para los giles), sino una realidad concreta y efectiva. Se trata se hace cumplir la Constitución Nacional.
Presidente emérito del Instituto Latinoamericano del Ombudsman-Defensorías del Pueblo, expresidente de la Asociación de Defensores y Defensoras del Pueblo de la República Argentina
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