
Quiso aprender un idioma, pasó por nervios y malos entendidos, hasta que llegó la confesión: “Hay muchas formas de encontrar amor”
Buscaba aprender francés, pero encontró mucho más que eso...
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Leo despertó una mañana con un mensaje un tanto peculiar. Un gusto saludarte, mi nombre es Alana y me encantaría iniciar una conversación con vos, decía en inglés. Hacía apenas unos días que se había instalado una aplicación de intercambio de idiomas, pero su interés estaba en el francés, no en el inglés, y lo había dejado bien en claro en su perfil.
Seguro se trataba de algún tipo de confusión, se dijo, de por sí en aquel momento poco tiempo tenía para conversaciones y decidió no darle mayor importancia. Al día siguiente, sin embargo, otro mensaje de la misma mujer apareció en su pantalla: Siempre quise mejorar mi español, ¿estarías dispuesto a ayudarme?
Era viernes, como siempre, Leo debía ir a trabajar, pero su día esta vez parecía presentarse más calmo. Hizo clic sobre la notificación, y en aquel mismo instante se olvidó del francés, inglés o cualquier idioma sobre la faz de la tierra: “Me perdí en la mirada de la foto de perfil”, confiesa. “Desde aquel instante, si me quería enseñar chino mandarín, estaba dispuesto a aprenderlo”.
“Supongo que hay algo que dejamos que suceda cuando nos hablan en otro idioma”
En el fondo, no había habido confusión. Alana era hija de franceses y vivía en Jacksonville, al noreste de Florida, Estados Unidos. Deseaba aprender castellano y estaba dispuesta a enseñar francés, una lengua que dominaba muy bien y que anhelaba transmitir para retarse a sí misma en el intento. Simplemente había creído que lo mejor sería comenzar la conversación en inglés, el idioma universal. Tenía sentido, pensó Leo, sin interesarse realmente en los porqué, solo deseoso de intercambiar todo lo posible con su nueva amiga extranjera: “Quería conectarme todo el tiempo”.
Incentivado por ella, Leo comenzó a escribirle en español, mientras Alana lo seducía en francés, o al menos así lo sentía el joven. ¿Cómo no enamorarse de aquella chica de 23 años, de ojos azul cielo y hermoso cabello castaño? ¿Cómo no rendirse ante aquellos labios que desprendían un Oui, j’aimerais beaucoup connaître Buenos Aires?

A los chats, les siguieron mensajes de voz, luego pasaron a las llamadas y rápidamente a las videollamadas. Leo le contaba chistes en español y lanzaba piropos y ella, con una risa contagiosa, recibía con gusto sus ocurrencias y halagos: “Supongo que hay algo que dejamos que suceda cuando nos hablan en otro idioma, como si no fuera del todo serio. Ella no se tomaba mal mis entres, tipo levante, en castellano argentino”, dice Leo entre risas.
“Y fue a las pocas semanas, que una amiga en una reunión me despabiló cuando me dijo: nene, esas aplicaciones de idiomas son un Tinder disfrazado. Si está ahí es porque quiere algo más que aprender tu idioma”.
Nervios, malos entendidos y una confesión
La revelación de su amiga alegró a Leo, pero al mismo tiempo lo llenó de nerviosismo. Estás raro, le dijo Alana cuando se volvieron a ver por videollamada. Y claro, ante la idea de que ella tal vez también quería algo más, a él se le hizo imposible seguir con la fluidez amistosa. Con la ilusión, era su secreto, pero con la posibilidad real, de pronto se sintió desnudo, con sus sentimientos expuestos.
Los chistes ya no llegaban y los piropos menos. Alana, que además de ser intuitiva sabía interpretar muy bien los gestos, lanzó sin reparos: Conociste a alguien, estás viendo a una mujer y te comenzó a dar culpa lo nuestro.
Fue entonces que la expresión de Leo cambió por completo, se transformó en un manojo de efusividad, mientras las palabras parecían no alcanzar en su intento de decirle que no, que nada que ver, que ni se le ocurriría ver a otra chica, que aparte los mejores momentos los tenía con ella y que ni loco iba a perder lo que tenían por otra, otra que ni existía.
Alana sonrió como nunca antes, y con voz dulce le dijo que se alegraba tanto, porque ella tampoco quería perder lo que habían construido, es más, quería conocerlo en persona, abrazarlo, porque estaba empezando a sentir cosas por él. Le gustaba mucho.
El encuentro: “La belleza de vivir una historia de amor sin importar cuánto dure”
Leo contó todos sus ahorros y calculó que para el final del verano boreal de aquel año podría emprender la gran aventura. Estaban en febrero, festejaron San Valentín con una cena virtual y él le regaló la noticia, reflejada en un pasaje digital.
A partir de entonces, como los presos, tacharon los días. Las conversaciones poco a poco subieron de tono, y con una naturalidad llamativa, Leo le decía con cariño mi novia francesa: “En francés, claro, no me sonaba tan serio como decirlo en mi idioma materno”.

Septiembre llegó con temperaturas relativamente benévolas para el caluroso estado de Florida. Habían quedado en encontrarse en un bar del Lincoln Boulevard de Miami, a las 12 del mediodía. Alana decidió no sentarse y Leo había decidido lo mismo. Los dos imaginaron ese encuentro romántico en un rincón del mundo. El uno caminando hacia el otro, viéndose los rostros realmente por primera vez, abrazándose con fuerza, oliéndose, y, por qué no, besándose.
Y así fue: “Idílico, pasamos una semana de ensueño en aquel septiembre. Voy a atesorarla en mi corazón por siempre”, continúa Leo. “Podría contar todo lo que llegó después. Los intentos para que funcione un amor a la distancia, las discusiones que les siguieron, los corazones rotos por no poder hacer prosperar lo que había comenzado como una historia hermosa. Pero, ¿para qué? Quedémonos con la postal del primer encuentro, con la belleza de vivir una historia de amor sin importar cuánto dure, y, por qué no, con la idea de que hay muchas formas de encontrar el amor, por ejemplo, con el deseo de aprender un idioma”.
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