Por favor, no inviten a ese aguafiestas
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Estos son días de balance. Incluso si uno no se lo propone, el clima de las semanas de la Navidad y el Año Nuevo nos conducen a ese estado mental en el que ocurren casi siempre dos cosas. Primero, nos asombramos de que se haya ido otro año. Segundo, el balance nos da negativo. No muy negativo, pero sin lujos.
Esperen, no perdí mi natural optimismo en una apuesta trasnochada. Consulten con sus allegados y descubrirán que a nadie le da muy positivo el balance anual. Me preguntaba por qué el otro día. Y luego de revisar mi propia historia advertí que los únicos fines de año que no me encontraron en rojo fueron aquellos en los que las cosas habían salido tan fantásticamente bien que ni se me ocurrió hacer un balance. O al revés, había sido un año tan olvidable que no valía la pena ponerse a revisar el desastre. Me temo, pues, que deberíamos escoger otra palabra, porque balance tiene un matiz profesional y corporativo que no le sienta bien a lo que en realidad hacemos en estas semanas, que tiene más de resignación que de cálculo.
Además, tras mucho hablar con amigos, familiares y conocidos he venido a concluir que la mayoría de nosotros sufre otro sesgo muy dañino. Nuestros fracasos, metidas de pata y tropiezos pesan al menos el doble que nuestros aciertos y éxitos. Por eso hasta la estrella de rock siente, cuando llegan estos días, que le fue horrible. ¿Dije rock? Perdón, eso fue un lapsus.
En fin, mi mejor consejo es que no sean aguafiestas y dejen los balances para otro momento. Marzo, pongamos.
Porque, vamos, hay otro asunto acá, del que casi no se habla. Nos ponemos a hacer estos balances de fin de ciclo (me refiero al año) justo en ese período en el que todo queda como en stand by. Supongo que lo notaron. Más allá de que la mayoría de nosotros sigue remando, el calendario parece terminarse hacia el 15 de diciembre. Después de eso, vienen las fiestas. A continuación, bueno, es enero; Buenos Aires se vacía; los teléfonos dejan de atender, y el que no se fue de vacaciones lo hará en la siguiente quincena.
Luego, febrero, que etimológicamente significa mes de la expiación, pero eso fue hace mucho y en el hemisferio norte. Para nosotros, entre que tiene menos días y además da la impresión de que no pasa nada, viene a ser como el entreacto del año. Lo atravesamos, de alguna forma, y cuando nos queremos acordar ya es marzo. Si nos ponemos a hacer un balance ahora y nos da negativo (que es lo más probable, como anticipé), al menos podremos hacer algo más que mirar melancólicamente los fuegos artificiales. Quiero decir: lo único sensato de un balance es enmendar algo en nuestros procedimientos. De otro modo, se vuelve una riesgosa combinación de flagelación y mea culpa.
Más allá de esto, que tuvo algo de burlón, me permitiré una reflexión un poco más profunda; y por profunda quiero decir que sirva para algo. Todos tenemos años malos. Todos tenemos años buenos. Ocasionalmente, un año excepcional. Hay años que cambian nuestra vida. Hay años que pasan, y ya. Sin pena ni gloria. Hay años en los que de pronto todo se paraliza durante un largo tiempo y dejamos de contar las jornadas, como cuando perdemos a un ser querido.
Ahora bien, ¿de dónde sacamos este hábito de encapsular así los trabajos y los días? A lo mejor, si miramos con un poco más de perspectiva, empecemos a notar que mucho de lo que nos hirió un lustro atrás cobra sentido hoy, del mismo modo que lo que sembramos en la primavera dará frutos cuando termine el verano. No soy un aficionado a la aceptación mansa, pero tras unos cuantos septiembres y eneros y marzos estoy convencido de que el tiempo es mayormente una ilusión y que la vida nos da todas las explicaciones que necesitamos, pero solo cuando estamos listos para escucharlas. Hasta entonces, les deseo un año próspero y gentil.
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