
El Presidente, Ortega y el cambio cultural
Los norteamericanos nacieron libres y se hicieron revolucionarios cuando el poder británico les puso restricciones a su sociabilidad y comercio. Se armaron en 1776 para recuperar la libertad perdida para comerciar, la que les permitía establecer sus impuestos (“no hay impuestos sin representación”) y organizar la vida política en cada una de las colonias que fundaron en la costa este de lo que hoy es Estados Unidos. Colonias distintas en la fe que profesaban, que gozaron prematuramente de la libertad de conciencia y de culto.
Se ha escrito mucho acerca de las diferencias primigenias entre América del Norte y la América hispana y en cuanto al grado de influencia de Inglaterra y España en la posterior vida independiente de los nuevos países americanos liberados de sus cadenas. Lo cierto es que son sociedades diferentes, donde el grado de asimilación a la cultura capitalista es distinto. Y esto se ve, entre otros factores, en el grado de intervención del Estado, en las posibilidades de emprender, en una cultura política más personalista, en el miedo al fracaso y en la condena al éxito que se observa en muchos en muchos países latinoamericanos. En un cierto tipo de idiosincrasia individualista y libre más consolidada en el país del norte que en la Argentina.
Es claro que no existe el determinismo, pero lo cultural tiene gran influencia. Un texto de José Ignacio García Hamilton, Los orígenes de nuestra cultura autoritaria e improductiva, aborda esos factores históricos culturales para intentar explicar las razones de nuestro atraso. Una lectura que se puede complementar con la del ya clásico libro de Carlos Nino Un país al margen de la ley. Títulos elocuentes. Estado, caudillismo, desapego a la ley, anomia, favoritismos y cultura corporativa aparecen en ellos tratando de dilucidar algunos de los males que impiden y lentifican el desarrollo argentino.
El problema radica en el grado de arraigo que tienen muchas de estas ideas. Dicho en términos de Ortega y Gasset: no las discutimos, convirtiéndolas en el continente de nuestras vidas y, así, las confundimos con la realidad. Constituyen una herencia que asumimos acríticamente, transformándose en nuestras creencias más profundas y duraderas como país.
Esas creencias nos trajeron adonde estamos como sociedad. La pregunta que podemos hacernos, producto de las dudas que nos surgen en esta encrucijada actual signada por la crisis y el atraso, es: ¿qué otras ideas, resultado de nuestro esfuerzo intelectual y discusión, pueden ser el vehículo para modificarlas? Eso no significa que todo lo que creemos y creímos no sirvió y no servirá para el tiempo que viene, pero la sociedad está buscando nuevas respuestas a la pregunta de cómo transformarnos en un país próspero, plural y abierto. El desafío es cultural y, como tal, no será un reto rápido ni sencillo. Tendrá idas y venidas, revisiones y síntesis, puntos claros y desorientaciones.
El nuevo gobierno porta ideas que expone con la intención de ir contra muchas de las creencias que la sociedad argentina tiene, y su objetivo parece estar orientado a desterrarlas de forma definitiva. Está dando un debate cultural, “atacando” las bases de lo que entendemos como natural, como algo que viene con nosotros. Y lo hace por momentos de manera desordenada y contradictoria.
Como en todo debate, recibirá críticas, absorberá ideas de otros, reformulará puntos de vista y concederá, a lo que pensamos y entendimos siempre, algún valor. Gracias a ese debate el país debe pensar si con las creencias de siempre es posible arribar a la sociedad que soñamos. Y, por otra parte, si las que esboza el nuevo gobierno son las más adecuadas para eso.

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