Voy a empezar a contar esta historia como si fuera un cuento para niños. Es la historia, escuchen, entre un nieto y su abuela.

Había una vez un nene que creció muy cerca de su abuela. La abuela Sofía -así se llamaba- tenía algo especial: sabía hacer magia.

Cada vez que los padres del nene se iban de viaje y él se quedaba al cuidado de ella, la magia sucedía. Cuando el nene estaba distraído, la abuela abría una ventana, ponía cara de sorprendida y le pedía que corriera a ver debajo de su almohada. El nene corría: debajo de su almohada aparecía siempre un nuevo libro de Asterix.

Habían inventado una palabra para eso que sucedía: en vez de decir “¡magia!” decían “¡majalaia!”

El cuento sigue, aunque entra en unas páginas tristes, porque el nene crece, la abuela también y de la magia no queda nada.

El nene empieza a trabajar en la televisión, los espejitos de colores lo marean. La abuela empieza a apagarse.


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El nene se llama Andrés Serebrenik, tiene hoy 41, y fue productor artístico de Telefe durante mucho tiempo. Estuvo detrás de programas muy exitosos como “La niñera”, “Casados con hijos”, “Susana Giménez” y “Ver para leer”, aunque de eso hoy no queda nada.

Es también actor y músico, y es, sobre todas las cosas, el creador de “La abuela Sofía”, una serie documental cortita, graciosa y tremendamente conmovedora a la vez, en la que mostró cómo logró recuperar el vínculo con su abuela cuando ella ya era una mujer de 93 años y había perdido la memoria.

Hay una sensación que describe bien lo que recuerda de su infancia cerca de ella: todavía hoy podría cerrar los ojos y oler los brownies de chocolate que la abuela Sofía le cocinaba.

“Pero después entré en la adolescencia, estaba enojado con mi familia por otras cosas que no se hablaban y me empecé a alejar. A los 18 ya trabajaba en Telefe, empecé a estudiar periodismo al mismo tiempo. No estaba nunca en mi casa, no quería estar”, cuenta él a Infobae.

“Después empecé a hacer teatro, música, y me metí en una vida muy…como demasiado persiguiendo el éxito. ‘Necesito llenar el Konex’, ‘necesito ser reconocido’, ‘necesito que me aplaudan’. Buscaba mucho la aprobación y el cariño de afuera”.

Andrés ya había pasado los 30 cuando el vacío estructural que sentía lo empujó a hacer una terapia llamada “Bonding”, un proceso en el que se trabaja en la manera de relacionarnos con nosotros mismos y con nuestros vínculos. Las herramientas, entre otras, son los gritos primales, los abrazos.

“Arranqué ese proceso, que es muy espiritual también, y me empecé a encontrar de otra manera con lo que me pasaba. Me di cuenta de que me sentía muy solo, de que extrañaba a mi familia. Entendí que yo había sido responsable también y había cosas que podía intentar reparar”.

Entre esa familia a la que extrañaba estaba su abuela Sofía, de la que Andrés se había distanciado. No se habían peleado: es que, entre tanto trabajo, no había quedado espacio para ella.

A esa altura, él había dejado la televisión para hacer música a la gorra en el subte: su familia lo veía como un vago, no podían creer que hubiera tomado una decisión así. Andrés quería acercarse a su abuela pero no sabía cómo: se sentía culpable, sentía que la había abandonado.

“Lo que pasó en ese momento es que tuve una pelea con mi papá, y en vez de putearlo le di un abrazo. Mi viejo se quedó medio paralizado”, recuerda.

“Al día siguiente me llamó y me dijo ‘te quiero pedir algo. Mi mamá se está muriendo, está desconectada, muy perdida. Quería pedirte si podés ir un día a tocarle el acordeón”.

Andrés fue a la casa de la Abuela Sofía con su acordeón. La mujer no lo reconoció.

La música

La abuela Sofía estaba por cumplir 93 años y tenía un principio de Alzheimer. Estaba aplomada, rendida en una mecedora de mimbre y con la mirada perdida.

La mujer había pasado cuatro décadas en un luto eterno. Su marido, Bernardo, había muerto en los 80, ella había llenado el vacío con sus nietos, pero cuando sus nietos crecieron y se alejaron, el piso se le abierto bajo los pies.

El luto la había hecho dejar de cocinar, dejar de bailar. De los brownies de chocolate no quedaba nada. De la abuela que había bailado animada en el Bar Mitzvá de Andrés, menos.

“Yo me sentaba al lado de ella y me decía a mí mismo ‘sos un pelotudo, te perdiste a tu abuela, no te no te reconoce más, se va a morir’. Ella me agarraba de la mano, me miraba y yo me ponía a llorar. La sensación era que me estaba diciendo ‘ya está, ya me estoy yendo, quédate con lo que puedas”.

Pero Andrés siguió tocando.

Tocó y cantó “Hava Nagila”, un clásico judaico. Al principio la abuela le decía “basta”, “salí”, “callate”, hasta que pasó lo que se ve en el primer capítulo de lo que terminó siendo una serie.

Andrés está tocando el acordeón, la abuela está mirando un punto fijo. De repente, él la mira, ella le devuelve la mirada y empieza a cantar. La abuela Sofía le da la mano, lo acaricia, le da un beso: vuelve.