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Mariano Pérez de Eulate
mpeulate@eldia.com
La última imagen, ya con Javier Milei como presidente, graficó la nimiedad del final de Alberto Fernández: ante una Asamblea Legislativa que no le había dispensado ni un sólo aplauso cuando apareció en escena, ni siquiera de esos dos o tres que él considera amigos y que estaban presentes, el jefe de Estado saliente firmó el libro de actas, saludó moviendo la palma de la mano derecha a un imaginario interlocutor que nunca le respondió, tocó el brazo y el hombro del libertario que lucía la banda y el bastón de mando como diciendo “Che, te dejo”, y desapareció por las cortinas rojas. Fue el domingo en el Congreso.
Fernández dejaba atrás cuatro años que para él terminaron siendo fulminantes: varias encuestas que circulan en el mundo político le endilgan una imagen negativa de más del 90%. Probablemente sea inédito. Nunca un presidente se fue tan mal del sillón de Rivadavia. Para colmo, la sensación imperante es que la silla le quedó demasiado grande.
Alberto intuye perfectamente esto. Por eso ha decidido vivir en el exterior durante los próximos años, se verá cuántos. Sabe que en Argentina no podría hacer una vida normal sin recibir las muestras de enojos y desilusiones. Tampoco podría circular como hacen los ex presidentes, medio encapsulados. Una vida que nunca es la misma que la del ciudadano de a pie pero que al menos es “vivible”, con invitaciones a banquetes, algún reconocimiento, cierta prédica.
Porque el gran problema de Fernández -a diferencia de lo que le pasó a Menem, Duhalde o incluso a Cristina- es que carecerá de la malla protectora afectiva, de respeto, del peronismo. Hoy una amplia franja del PJ reniega de Alberto, que es el titular formal del partido. Lo sindica como el culpable de que un novato de derecha maneje el país. Claro, la primera tribu que se ubica en ese pelotón de “enjuiciadores” es el kirchnerismo. La misma que lo candidateó en 2019, de la nada, imprevistamente, para inyectarle moderación a la figura de Cristina. Incluso perdonando sus diez años anteriores de detractor de la figura de la señora que ahora, también de salida, considera que tiene sobre vida política y se dispone a ser una férrea oposición a Milei.
Hay una frase clave en la parábola de Fernández. Fue pronunciada el 18 de mayo de 2019 por Cristina: “Le he pedido a Alberto Fernández que encabece la fórmula que integraremos juntos, él como candidato a presidente y yo como candidata a vice”, dijo la entonces senadora por la redes. Fue como decir que, si salía bien, Alberto tendría destino de empleado. No de jefe. Para la Argentina era un experimento raro, aún cuando se demostró electoralmente eficaz. En este país, acostumbrado a presidencialismos fuertes, la figura del jefe de Estado siempre remite a liderazgo. Alberto nunca logró ese estatus.
El primero es que el cristinismo jamás se lo permitió. Basta recordar, muy por arriba, las duras cartas públicas de Cristina cuando no coincidía con los tiempos del Presidente. Por ejemplo, en lo relacionado a las causas judiciales que la acechaban y la supuesta “inacción” de Alberto en esa cuestión. O cuando el oficialismo perdió las legislativas de 2012 y a Fernández le renunció cada uno de los funcionarios leales a ella -renuncias finalmente no concretadas-; o cuando todos los legisladores kirchneristas se negaron a votar el acuerdo con el FMI y Máximo Kirchner dejó la jefatura del bloque oficialista; o cada vez que la Vice aludió delante suyo a que use la “lapicera” para gobernar, como diciendo que el jefe de Estado no estaba en Balcarce 50 de adorno.
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El segundo motivo es porque Alberto nunca quiso ser jefe. Raro en un peronista porque ese partido se define sólo por su acceso al poder. No se concibe afuera del mismo. Durante los primeros años de gobierno de Fernández no había voz justicialista que no se extrañara de que Fernández no construyera poder propio, como respuesta a los condicionamientos y humillaciones de su Vice, entendido como una masa crítica insuflada por la billetera estatal (intendentes, legisladores, gobernadores) que terminara conformando el “albertismo”. En Argentina todos han tenido un “ismo”, menos Fernández.
Alberto nunca se le atrevió a Cristina. Ni siquiera cuando su imagen arañaba el 80%, en los meses iniciales de la gestión de la pandemia. Un proceso, el de la peste, que terminaría siendo una de sus anclas a la nada, con escándalos por corrupción, con obscenidades vergonzosas y carentes de la mínima empatía (la fiesta de Olivos, el vacunatorio vip) y, claro, con las 130 mil muertes por el virus devastador.
El desmanejo económico hizo el resto. Fernández nunca le encontró la vuelta a la economía, atenazado de un lado por el kirchnerismo, que lo presionaba para no dejar de gastar, para imprimir billetes hasta el infinito, no ajustar casi nada (sólo jubilaciones y alguna cosita más) y cubrir los gastos con más deuda; y por el otro lado por su convicción de no romper con el Fondo Monetario para no terminar tan asilado del mundo como había concluido Cristina su segundo mandato.
Terminó de desdibujarse definitivamente cuando, obligado por el peronismo a ni siquiera atreverse a pensar en su reelección, cedió todo el control del Estado a Sergio Massa, elevado a todopoderoso ministro de Economía y luego investido candidato presidencial único del PJ, tal como el propio tigrense había planeado en 2022 cuando aceptó el convite que él mismo había forzado.
El 8 de diciembre último, Fernández publicó un video en redes que resultó penoso. Fue un mensaje para contar lo que él considera que deja de herencia positiva. Obviamente recurrió al latigullo ya gastado de que todo lo que pasó en su gobierno es porque le tocó la sequía, una guerra (la de Ucrania), la pandemia mundial y la herencia de Macri.
“No voy a elegir el lugar cómodo de esperar el juicio de la historia que suele ser benévola con los ex presidentes porque oculta los claroscuros del presente. Escucho y me hago cargo del juicio de mis contemporáneos. De su entusiasmo, sus enojos y sus críticas”, aseguró con algo de dignidad. Nada del soberbio “A mí ya me absolvió la historia”, como dijo Cristina cuando la condenaron por la causa Vialidad. La pregunta es si el proceso histórico, algún revisionismo de años futuros, efectivamente le regalará a Fernández esa mirada “benévola” que según su juicio ha tenido el tiempo con otros ex presidentes. Hoy parece improbable.
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