Se cumplen hoy 40 años desde la asunción del Dr. Raúl Alfonsín a la Presidencia de la Nación.
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Se cumplen hoy 40 años desde la asunción del Dr. Raúl Alfonsín a la Presidencia de la Nación.
Se ponía fin entonces al Proceso de Reorganización Nacional iniciado siete años antes, y se celebraba en las calles la restauración democrática. En palabras del líder radical, "... la democracia es un valor más alto que la mera forma de legitimidad del poder, porque con la democracia no sólo se vota sino también se come, se cura y se educa".
Qué valor tan poderoso para esa Argentina esperanzada a la que se prometía un "gobierno decente" y cuyo acompañamiento se convocaba en nombre de la legitimidad de origen y del sentimiento ético que la respaldaba.
Han pasado cuatro décadas y hemos sostenido el sistema democrático; hemos consagrado gobernantes a través de elecciones libres y transparentes; no hemos sufrido golpes de Estado.
Pero, a simple vista, con la democracia no se come, ni se cura ni se educa.
Decía el mismo Alfonsín varios años después: "La democracia no hace milagros".
Y es que la legitimidad que otorga el voto popular, el derecho ciudadano de poder elegir y ser elegidos, no garantiza por sí sólo la prosperidad y el desarrollo.
La democracia exige, además, el respeto irrestricto a los principios que la sustentan: no hay una democracia plena si sólo acudimos a las urnas cada dos años para elegir a nuestros gobernantes y nos olvidamos de la libertad, la igualdad y la justicia.
No vivimos en plena democracia cuando le hacemos trampa a las instituciones.
La democracia no es ajena a las imperfecciones propias de todo sistema humano, pero hemos venido construyendo un simulacro democrático con ciudadanos indefensos a merced de piqueteros, motochorros y narcotraficantes, frente a un Estado contemplativo y opulento. No es que la democracia no sirva, es que le hemos quitado las herramientas más valiosas con las que contaba para disparar el crecimiento, la inversión y el progreso.
Un ejemplo cabal de estas distorsiones es la falta de transparencia. Uno de los pilares fundamentales del ordenamiento democrático lo constituye la obligación que tienen los poderes del Estado de someter a la consideración pública los detalles de la gestión, sus fundamentos, la aplicación de los recursos públicos y la conducta de los funcionarios.
Sin embargo, estamos habituados a que este tipo de informes demanden una tarea titánica de especialistas que, en muchos casos, no logran el cometido. La falta de transparencia y de acceso a la información promueven la arbitrariedad, divide a los ciudadanos en amigos y enemigos del poder de turno, facilita el amiguismo y los negociados, enturbia las cuentas públicas engrosando en muchos casos el patrimonio de los gobernantes y perjudica la economía ciudadana. No hay verdadera democracia sin rendición de cuentas.
Una situación similar se genera con las denominadas "emergencias" que no son más que leyes o incluso decretos que los gobernantes dictan para otorgar relevancia a alguna problemática delicada que involucra el orden público y que, a la par, libera a las autoridades de los condicionamientos contables que se exigen habitualmente, favoreciendo el negociado y la corrupción. El "vale todo" de las leyes de emergencia sólo ha contribuido a eternizar los problemas estructurales que nos aquejan, postergar indebidamente la atención de suministros tan básicos como el agua potable, y relajar de manera insolente los mínimos controles que el sistema impone a los funcionarios.
Los ciudadanos nos hemos acostumbrado a estos mecanismos que eluden el respeto institucional: delegación de poderes, manejo discrecional de recursos para generar reasignaciones presupuestarias caprichosas, disciplinamiento de los poderes provinciales a través de las billeteras de la Nación y artilugios similares de los gobernadores para con los intendentes, alineamientos forzosos que han ido condenando a la pobreza y la exclusión a casi la mitad de la población.
Sin instituciones no hay república, ni democracia ni poder ciudadano. El voto no es un cheque en blanco para consagrar privilegios, autos de lujo, choferes y vuelos privados.
La democracia requiere, además, el respeto hacia todos los ciudadanos, piensen como nosotros o tengan ideas diferentes. Nadie puede ser juzgado por inquisidores de turno que han proclamado de qué lado está la verdad y condenado a la hoguera a los que no comulgan con sus ideas. Esta noción de "nosotros, los buenos, los que representamos al pueblo, vamos a resistir a la horda antipatria que pretende someternos" está enfrentada con el sistema democrático. Ese rechazo preventivo y amenazante nada tiene que ver con una construcción pluralista.
Una nueva etapa se inicia también hoy. Seamos protagonistas del progreso y promotores de la prosperidad. Defendamos las instituciones democráticas, los valores fundamentales de libertad, igualdad y justicia. El apego a las instituciones es la mejor garantía para que el sistema democrático demuestre su poder transformador.