
Cuando vi que con duro ademán tomaba en su mano, como a un pájaro herido, al lustroso trompo de madera y lo lanzaba, pensé que lo despedazaba en el piso. La púa alborotó sobre la superficie de hormigón, y el trompo que desde el aire ya venía bailando danza extraña con el piolín, cayó e inició una epopeya frenética, de pequeños brincos en las imperfecciones del suelo; y entonces pasaron segundos que parecieron horas, y el pequeño ser de madera se encerró en sí mismo, de pronto dejó de vibrar y se quedó dormido, como decían los chicos, hasta que cayó manso en el regazo de mi corazón maravillado.
Mis ojos de pequeño no olvidaron jamás la escena. Me quedó picando en la mente asombrada por qué el pujante ruiseñor de madera se presentaba vibrante y luego se sometía como amaestrado, hasta desfallecer. Luego comprendí el rol del tenaz piolín, en donde el trompo adquiere propiedades para el vuelo. Y aprendería que por eso se llama piola de trompo.
Para una noche de Reyes parecía poco regalo este pequeño ser con forma frutal, pero yo lo había pedido. Ese amanecer afiebrado, cuando los camellos se habían retirado de los sueños del barrio y el pastito lucía semi consumido, yacía glorioso junto a mis zapatitos y otros juguetes. Mi padre dijo que era un "perita"; trompo especial con fama de gran bailarín y "porotero", término este que se refiere a la cualidad de danzar a saltitos, como ciertos bailarines del barrio.
Los Reyes Magos habían olvidado la piola de trompo que entonces adquirimos en el almacén de doña Vicenta.
No fue fácil, al menos a mí, hacerlo bailar del modo como lo hacían los chicos más grandes. Para todo hay que tener una técnica o habilidades especiales. Tras la ilusión de su danza muchas veces esquiva, sus cabriolas de porotero en decadencia y sus escasos adormecimientos, fue transcurriendo el ensueño efímero de la niñez. Los juegos aquellos según los cuales los trompos podían agredirse ferozmente tirando uno contra el otro, pusieron al perita más de una vez en riesgo grave, soportó rasguños, astillas, luego la pérdida de algún costado doloroso, como en la vida; y sufrimos, pero en el alma, los mismos rasguños que ese simple animalito de madera dura y corazón danzante. En el humilde cajón de una alacena pintada de verde deposité sus últimos días y con él mi infancia en retirada. Sé que los trompos no mueren, pero allí, sus huesos finales, su piel de magnolia ajada, el hilo por donde se incorporaba al cielo de mis primeras fantasías, se fueron retirando poco a poco hacia un territorio que cuesta transitar, el de adultez y la vejez, la mala sombra, el olvido. El agua que incesantemente pasa bajo los puentes para dejar de ser la misma, según Heráclito, se encarga de derogar alacenas verdes, ilusiones azules, corta el cordón umbilical de aquel piolín encerado con el que nos asomábamos a la vida, y relega al nido del nunca jamás hasta el más pintado de los trompos perita.
Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete