El peligro de las nuevas patologías adictivas online
Una abuela, con celular pegado a su mano derecha y WhatsApp a punto de estallar en el grupo de compañeras de colegio, le indicaba a su hijo (de gimnasio diario), que dejara de instagramear fotos en traje de baño (subidas, en paralelo, al Tinder del touch and go) y prestara atención a su nieta que, en su cuarto, jugaba solapadamente a algún juego de apuestas en línea, cumpliendo la cuota permitida de supuestas cuatro horas diarias de conexión.
Tres manifestaciones de dependencia patológica moderna: la WhatsAppdicción (adicción a WhatsApp), de la mano de la dopamina del likeo por imagen (adicción a las redes sociales), hasta una problemática de alto impacto entre adolescentes: la adicción a los videojuegos y a las apuestas en línea. Nuevas formas de adicción que se suman a las tradicionales al tabaco, el alcohol y los opioides: de resucitar, muchos hippies de los 60 volverían corriendo a sus tumbas.
Utilizar WhatsApp como medio de comunicación, publicar una foto en Instagram con la esperanza de recibir un like (y sumar algo de autoestima) o jugar un rato al póquer en línea no tiene nada de malo. El problema se plantea cuando estas situaciones devienen adicción, esto es, una compulsión enferma vinculada a la hiperconexión que vivimos junto al contexto tóxico de una Argentina caótica, donde parece que “todo vale” y donde llegar a fin de mes se presenta como una sala de espera sin esperanza (citando a Joaquín Sabina): a mayor ansiedad, mayor adicción hiperconectada.
Recordemos que, según el Diccionario de la Lengua Española, la adicción es sinónimo de dependencia a sustancias o actividades nocivas para la salud o el equilibrio psíquico. Esta definición, que originalmente encuadraba a las adicciones tradicionales, se aplica actualmente a las manifestaciones novedosas de la drug culture, al decir del propio derecho anglosajón.
Lógicamente, estas nuevas adicciones tuvieron su punto de escalada durante la pandemia, ya que el tiempo de encierro y el aislamiento potenciaron la despersonalización y esfumaron el contacto cara a cara, de la mano de una mayor tendencia a los juegos en línea, la cultura de la imagen en redes sociales, el “sexteo” vía aplicación de mensajería instantánea (esto es, el intercambio de imágenes o videos eróticos y/o de sexo explícito) y el agotador whatsappeo de mensajes de voz, a tal punto que la mismísima aplicación decidió aumentar hasta 2 puntos la velocidad de reproducción de los mensajes de audio: deberían aumentar algunos niveles más aún.
El daño que estas nuevas adicciones están generando en adolescentes y adultos y su incremento en tiempos de pandemia ha sido detenidamente estudiado por expertos en distintos trabajos académicos, que exceden el marco de este artículo y que pueden consultarse en varios sitios de internet y en las páginas web de prestigiosas y reconocidas universidades locales e internacionales.
Frente a este dispendio de nuevas adicciones que afectan la integridad psicológica y el equilibrio de gran parte de los mortales, de cualquier edad, aparecen dos preguntas de libro: ¿qué estamos haciendo los adultos (padres, docentes y gobernantes) con estas adicciones? y ¿qué papel juega el derecho en esta historia?
Muchos padres hacen lo que pueden en un escenario donde sus hijos, desde muy chicos, manejan las tecnologías con precisión y sacan ventaja. Para atacar y prevenir la adicción, la idea es actuar con diligencia en el control parental, establecer reglas de juego para el uso de estos medios adictivos, fomentar espacios de desapego (como las actividades al aire libre o el deporte) y llevar el tema a la mesa familiar: hablando la gente se entiende, aunque sea más cómodo evadir el diálogo (por falta de valentía o interés), quedarse callado y mirar para otro lado esperando que el tiempo diluya las cosas: el paso del tiempo no diluye el daño, lo potencia aún más.
Respecto de los padres, reiteramos, nuestra ley civil recoge, como estándar jurídico, el del “buen padre de familia”, que supone para los progenitores no solo el deber de cuidar y dar amor y protección a sus hijos, habitación y alimento, sino también la obligación de observación, debida custodia y prevención de acciones y adicciones que pueda dañarlos a sí mismos y/o a terceros.
En el ámbito escolar, algunas instituciones educativas han incorporado a su currícula talleres de formación “a medida” que tratan estas patologías, con espacios de concientización en el uso responsable de redes sociales y aplicaciones de mensajería instantánea, de manera de prevenir este tipo de adicciones y alertar sobre sus efectos nocivos mediante la contratación de expertos con foco en las emociones y el derecho. Varios padres deberían también tomar estos cursos, por cierto.
El Estado, que supuestamente toma a su cargo el fomento de la educación, debería impulsar e implementar una política activa de prevención de adicciones en línea mediante un “programa nacional de prevención escolar en ciberadicciones” y activar la actualización de los programas de estudio mediante la inclusión de una materia obligatoria, en la currícula escolar, que tenga por objeto el estudio de las problemáticas derivadas de la utilización de redes sociales, buscadores de internet, aplicaciones de mensajería instantánea y herramientas informáticas en general, junto a las referidas adicciones, en particular. Esperemos sentados; soñar no cuesta nada.
Finalmente, el derecho mira el partido desde fuera de la cancha, no lo juega.
Tengamos en cuenta que la ley es una manifestación de los legisladores que supuestamente son elegidos por los ciudadanos, entre otras cosas, para estudiar las problemáticas sociales y procurar darles solución a través del dictado de leyes sensatas, pensadas, serias y consensuadas con los espacios de la sociedad involucrados en cada temática particular. Todas estas variables no se estarían dando: si se han demorado años en dictar una nueva ley de alquileres que pretende darle solución al problema de vivienda de millones de argentinos, ¿cómo podríamos pensar que alguien se ocupe de las ciberadicciones? Sobran los comentarios y me abstengo del mío.
Las situaciones que hemos descripto nos obligan a reflexionar sobre la necesidad de tomar adecuadas medidas de educación y compromiso concreto de los distintos actores sociales para darles debido tratamiento y prevención a estas adicciones que han llegado para quedarse, bajo la pauta de que siempre es mejor prevenir que curar. Máxime cuando está en juego la salud mental, física y espiritual de nuestros menores, en particular, y de muchos mayores, en general: estoy seguro de que el lector ha verificado personalmente este tipo de patologías adictivas.ß
Abogado y consultor en derecho digital, privacidad y datos personales; director del programa de “Derecho al olvido y cleaning digital” de la Universidad Austral; profesor de la Facultad de Derecho de la UBA
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