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Florent Vergnes
El suelo de madera de un largo pasillo de una escuela de la ciudad ucraniana de Jersón cruje bajo el pataleo de los niños que corren para subirse a un micro con el cartel “Evacuación”.
En medio del ir y venir de maletas, los labios de color carmín de Nadia Kondratkova no dejan de temblar y sus ojos azules se empañan de lágrimas. Es la primera vez que se separa de sus dos niñas de seis y siete años.
“Hace falta que descansen lejos de estas explosiones y de las sirenas. Están agotadas, ya no duermen y gritan por la noche”, explica la madre, que ha tomado la decisión de enviar a sus hijas fuera de esta ciudad del sur de Ucrania.
Ocupada durante ocho meses por las tropas rusas y recuperada el 11 de noviembre de 2022, Jersón está sometida desde entonces a bombardeos cotidianos.
La ciudad se extiende a orillas del río Dniéper, convertido en la línea del frente meridional.
Los bombardeos se intensificaron desde que las tropas de Kiev intentan penetrar en la ribera oriental controlada por los rusos.
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Ante el peligro creciente, la administración puso en marcha un programa de evacuación temporal hacia un campo de vacaciones en Yaremche, en una apacible región montañosa en el oeste de Ucrania.
“Nuestra tarea es poner a los niños a salvo durante algunos meses”, explica Anton Yefanov, jefe adjunto de la administración militar de Jersón, ante los buses que evacuaron ese día 65 niños. Anteriormente ya evacuaron a otros 287.
“Desde hace algunos meses, notamos un repunte del peligro con el aumento de bombardeos”, añade este responsable, entre el sonido lejano de las explosiones y la mezcla de risas y sollozos de las familias evacuadas.
Nadia Kondratkova no acompañará a sus hijas. “No sé cuándo las volveré a ver, esto dependerá del tiempo que pasen allí. Tengo miedo en Jersón, pero es la costumbre, sobreviví a la ocupación”, explica la mujer.
Volodimir y Marina Pchelnyk, padres en la cuarentena, prefieren dejar con ellos sus hijas “incluso si es peligroso”.
Frente a su floristería en el mercado central de la ciudad, Daria, de 11 años, corre disfrazada de bruja, mientras Volodimir pinta de rojo el contorno de los ojos de su hermana Anna, de 6 años.
“¡Soy la muerte! ¡Me escondo en las sombras!”, lanza la mayor envuelta en una capa negra.
“Celebramos Halloween para olvidar la guerra”, explica sonriente Volodimir. “Echan de menos a sus amigos. Muchos se fueron al extranjero y a otras ciudades”.
Mientras decoran la fachada del edificio con una sábana pintada con telarañas y murciélagos, las niñas montan a caballo sobre escobas, chocando con las personas mayores que hacen la compra.
“Un padre se supone que debe proteger a sus hijos, es una gran responsabilidad”, lamenta Volodimir. “Es difícil ser padre en este momento, explicarles lo que ocurre sin traumatizarlas. Les decimos de ser más prudentes, de escuchar las sirenas” de alerta aérea, añade.
La pareja intenta llevar a las niñas a las zonas de juegos “antes de las sirenas”. “Para que no olviden que hay alegría, y no solo sufrimiento y muerte”, dice.
En Jersón quedan pocos niños. Algunos hacen volar cometas en zonas de juego protegidas por sacos de arena, otros salen cuando cae la noche con sus padres porque hay menos alertas aéreas.
Guennadi Grytskov, de 43 años, decidió dejar su casa en las afueras de Jersón el 14 de septiembre. Ese día, un misil cayó sobre la casa de su hermana, matando a su sobrino de 6 años e hiriendo a otro de 13.
Con su familia, Grytskov se mudó a Mikolaiv, 60 km al noroeste.
El olor a col rellena de la cantina invade los pasillos del antiguo internado, transformado en centro de acogida, donde se ha refugiado este padre de familia.
Sentado en su litera, Guennadi explica que decidió marchar por la muerte de su sobrino. “Fue una tragedia. Cuando marchamos, tomamos solo nuestros documentos y la ropa de los niños, eso es todo”, cuenta.
Ahora comparte una antigua aula convertida en habitación con sus cinco hijos, entre ellos uno discapacitado, y su madre de 62 años, que muestra una fotografía de su difunto nieto en el teléfono.
“Teníamos que celebrar el aniversario de mi hijo ese día. Mi nieto me dijo que quería ir a la escuela, que quería aprender a escribir. Pero ya nunca podrá ir”, dice la abuela Lyubov.
Pese a la tragedia, se ha jurado que volverá. “Mi casa es mi casa”, dice la mujer secándose una lágrima. (AFP)
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