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Carlos Celaya*
eleconomista.com.ar
La edad promedio de los argentinos está entre 32 y 34 años. Apenas una media estadística, es cierto, pero ayuda a visualizar el destinatario de la narrativa política en esta larga, muy larga, campaña electoral.
Esbozo de su retrato vital: infancia en los 90, entre una bonanza tan visible como artificial. Felices sobremesas familiares y, para algunos, compras en Miami. La pobreza subía, pero seamos sinceros: ¿quién piensa en la pobreza en medio de la fiesta? La política decía: “Olvidate de todo, nosotros nos encargamos”.
A los 10 años, en la crisis de 2001, el chico ya escuchaba conversaciones en casa sobre quiebra, deudas y precios. De la fiesta a la resaca. En la televisión, fuego y violencia, gente como sus padres golpeando en las puertas metálicas de los bancos. En barrios, plazas o radios sonaba “¡que se vayan todos!”. La política decía: “Calma, lo podemos arreglar...”, aunque sin mucho convencimiento.
A los 15 años, y tras un rato de calma, quizá fue uno de los 4.360 adolescentes que hizo las pruebas PISA de la OCDE en 2006: descubrimos, sin prestar mucha atención, que el 65% de los chicos no lograba entender bien un texto. La curva que marca el descenso en la comprensión de la lengua es muy parecida a la que marca la decadencia económica y social del país. La política decía: “No pasa nada pibe, ‘nosotros’ te hacemos el aguante”. Aprendió a sobrevivir y se olvidó de crecer.
No hay joven conforme, así que se ilusionó con un cambio en 2015, cuando tenía 25 años. Pensaba que todo era posible aún. Y sí, todo era posible: en 3 años, de nuevo las viejas y tristes conversaciones sobre el dólar, la inflación, la deuda o el FMI. ¿No escuché ya todo esto? La política decía: “Es culpa del otro”.
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Con 30 años se atrevió a probar suerte otra vez, pero tocó el Covid y se anestesió la vida durante un tiempo. Falsa calma. Al salir del hospital, la conversación ya era un barullo: las fiestas del poder, los comercios cerrados, la ruina del monotributista, los privilegios, los “esenciales” y los “no esenciales”, el desempleo. La política volvía a decir: “Es culpa del otro”.
Hoy, en carrera hacia los 40 años, con expectativa baja y horizonte incierto, ese argentino no tiene ganas de hablar con la política. Se decepcionó, se enojó, se resignó. No importa, en realidad. Cortó la comunicación. De nuevo la política vuelve a la carga y dice: “Te entiendo, pero es culpa de otro”.
La comunicación tiene una sola regla importante: para entendernos, tenemos que manejar los mismos códigos. Después viene la narrativa, el canal, el tipo de mensaje, pero lo primero es lo primero. O manejamos el mismo código o no nos entendemos.
Política y ciudadanía hace tiempo que rompieron su conversación. Y no tiene mucho que ver con la polarización o la ideología, ni siquiera con los insistentes malos resultados de la gestión pública para la vida corriente de cualquier persona.
La conversación está rota porque ya no manejamos el mismo código. De un lado, ciudadanos enojados, resignados o decepcionados. Del otro, políticos a la defensiva. En medio, palabras, signos o gestos son diferentes para cada uno.
Para la política, “inseguridad” puede ser una sensación, para el ciudadano una tumbera apuntándole. Para la política “esperanza” es una apelación abstracta a un horizonte promisorio; para el ciudadano, llegar a fin de mes. En la política, “construcción” es ese juego de pactos, alianzas y negociaciones internas para llegar al poder u obtener más; para el ciudadano, construir es ampliar la pieza del fondo.
La política dice “desprolijidad” y el ciudadano dice “corrupción”. El sindicato dice “medida de fuerza laboral” y el ciudadano dice “subte cortado”. El empresario dice “discontinuar un contrato” y el ciudadano dice “desempleo”.
Los (malos) gestos y los (malos) símbolos, desde un simple cartel de tráfico a la foto de un político, también fueron perjudicando la conversación. Mientras el vecino ve el pozo en la calle, el gobierno local no considera que haya que señalizarlo. Mientras que el ciudadano escucha “justicia para todos”, ve desfilar impunidad en los casos de corrupción.
A nuestro ADN lingüístico que nos hace decir “NO” al empezar frases o “no me entendés” en lugar de “me explicaré mejor”, se suman las jergas, los tecnolectos, los dialectos, emojis, gif, pop up o clicks que hacen el debate difícil, incomprensible o directamente inútil. Nuestros eufemismos, nuestra hipérbole permanente (“somos lo peor”, “somos lo mejor”), nuestra pobreza léxica (los filólogos dicen que en Argentina los adolescentes manejan entre 300 a 500 palabras, un poco menos solo que los adultos) no nos ayudan a comunicarnos mejor.
Quizás tres características deberían inspirarnos para poder hablar y llegar a acuerdos: Saber escuchar es parte del trabajo para tener un código común. Podemos conocer estados de ánimo o sentimientos del interlocutor. Elegir las palabras, los gestos y los símbolos que más nos acerquen, los signos que compartimos. Si tu pareja se enoja con vos, ¿hablas como si nada hubiera pasado?
La jerga no eleva, distancia. Si el país es una suma de corporaciones, también es una suma de jerga: políticos, abogados, médicos, periodistas, sindicalistas, empresarios...cada uno tiene su “idioma”. ¿Por qué presentar una noticia diciendo: “Un masculino fue interceptado en ocasión de robo” si podemos decir “una persona detenida por un presunto robo”?
“Política y ciudadanía hace tiempo que rompieron su conversación. Y no tiene mucho que ver con la polarización o la ideología”
La conversación también son gestos y símbolos. No podés esperar bajar de un coche oficial de alta gama, exhibirte en partidos de fútbol en Qatar, repartir dos buenas palabras y una bolsa de caramelos y esperar que allí nazca una conversación genuina. Los gestos deben ser coherentes con lo que se comunica. Quizás fuera coherente la narrativa de Carlos Menem con su Ferrari. No decía nada que no expusiera. Y, además, todos parecían felices. Hoy no es coherente la narrativa de un peronismo que propone “un país con todos adentro” con un establishment de jubilaciones millonarias, yates en el Mediterráneo y pesados bolsos de cash. Además, todos parecen infelices.
En 20 años se sumaron 7 millones de votantes al padrón electoral. El peronismo, salvo en dos ocasiones, rondó los 9 millones de votos y, con Sergio Massa en las PASO de este año, cayó a 6 millones y medio. Aunque la aritmética democrática sea implacable y permita su hegemonía, cada vez es más claro el mensaje de cansancio: ya no me das lo que me dabas. Los líderes del peronismo no creen importante escuchar.
La oposición sumó unos 14 millones de votos en las elecciones generales de este año, un caudal único en nuestra democracia. Aun así, puede perder. El mensaje que dieron las urnas también era claro: por favor, ¿se pueden organizar para cambiar las cosas? Sin embargo, no parece haber sido entendido. Millones votaron por una energía de cambio, sin importar quien la representara.
Pero dirigentes de la oposición creen entender que se votaron marcas políticas. De esas que cada vez importan menos. De nuevo, todos perdidos en la comunicación.
El intendente de una ciudad mediana en el interior de la Provincia se topó hace años con esa grieta en el lenguaje. Tras una rueda de prensa en la que presentó el flamante acuerdo con el Gobierno provincial para financiar obras de infraestructura y anunció orgulloso los resultados de la paritaria con los empleados, un periodista local le preguntó: “Todo eso está muy bien, señor intendente, ¿pero qué van a hacer con los perros que muerden en la plaza”.
* Consultor de Comunicación
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