
Hay en la vida del general Juan Galo de Lavalle, "el general niño" como supo ser llamado, una serie de hechos donde advertimos su heroicidad, sus fracasos y la tremenda culpa que lo atormentó hasta el final de sus días, secuela de aquel infortunado suceso, cuando en 1828 ordenó fusilar a Manuel Dorrego. También existen en la copiosa historia que lo evoca anecdotarios que nos patentizan claramente lo que fue toda su vida: un soldado íntegro y osado, que supo luchar por lo que creía justo, hasta su aciaga muerte.
En su última campaña militar, signada por derrotas y la deserción de sus hombres, Lavalle ya se encontraba agotado, a veces indiferente, preocupado por cosas mundanales, esperando despreocupado y resignado su muerte.
Llegado septiembre de 1841, aquel jefe unitario decide marchar desde Salta hacia Tucumán. Sus tropas, compuestas por soldados mal armados y sin artillería, sólo eran sostenidas por su remota reputación. Así llegamos al amanecer del 19 de septiembre de 1841. En un sitio llamado Famaillá, un bello paraje tucumano, se encontraba el ejército del temible Oribe, esperando a este grupo de osados y románticos soldados.
La batalla de Faimallá
La diferencia numérica era abrumadora, la derrota para las huestes de Lavalle era segura. Dice el historiador José María Rosa que la batalla de Famaillá se inició de una manera singular, pues dos oficiales antagonistas, los coroneles Lagos y Pedernera, un federal y un unitario respectivamente, se retaron en inusual duelo, que no llegó a consumarse, pues Oribe ordenó sorpresivamente el ataque.
Entonces, el "general niño" se dispuso entrar en combate, quizá recordando sus triunfos, cuando peleaba por la patria grande. Aquí reproduce el jefe unitario una conducta curiosa, semejante a un ritual. Esta costumbre la había adquirido desde sus iniciales épocas de guerrero: entregaba su espada a su asistente a manera de custodia, era el arma que lo había acompañado en todas sus luchas.
Una lanza para luchar
En su lugar, Lavalle tomó una lanza y la apuntó hacia las tropas federales. Después, como un rayo entró en combate, buscando su propia muerte. La batalla duró poco, el ejército unitario se desbandó. Se cuenta que en medio del fragor de la lucha, el asistente de Lavalle perdió la espada que su jefe le había confiado, y fue tal su esfuerzo por recuperarla, que murió de un lanzazo en el intento. Y en ese lugar quedó para siempre la espada del legendario soldado de la independencia. Era una espada ya vieja y carcomida, que ahora la amortajaba la tierra, eso sí, la empuñó un auténtico héroe.
Prof. Edmundo Jorge Delgado
Magíster en Historia