
Votar, en medio de las dudas y el desánimo
Hace cuarenta años, el eslogan convocante de la nueva mayoría democrática fue el Preámbulo. Los deseos allí incluidos, las aspiraciones en él expresadas, los principios sostenidos en sus palabras constituían las metas a recuperar y profundizar. El destino de una nación se mostraba plural y abierto.
Ese decálogo liberal-republicano, unido a nuevos artículos incluidos en nuestra Constitución durante el siglo XX, que consagran nuevos derechos, sigue siendo nuestro horizonte. Es un texto que aspira a la construcción de una sociedad mejor, con bienestar y calidad de vida, en paz e involucrada con el mundo, para decir lo que este país tiene para expresar, contribuyendo a su modo en la comunidad internacional. Cuatro décadas más tarde, los eslóganes de las alianzas en disputa por el gobierno carecen de ese idealismo y padecen excesos de vulgaridad, agresión, pesimismo y promesas repetidas y, por ello, incumplidas. Por un lado, vemos gigantografías de billetes agitados con histeria y gritos, por leñadores mesiánicos del siglo XXI; por otro, imágenes y frases que describen a una sociedad desolada y hundida en un relato maniqueo despojado de ilusión, y por último, spots de éxitos que solo tienen entidad en la mente de magos a los que se les escaparon los conejos. Expresan liderazgos forzados, sin peso específico, fruto del desencanto social y la apatía. A causa de ello, una nueva antinomia, casta-anticasta, se coló en nuestra malograda escena pública. Una división que no viene para clausurar desencuentros, malentendidos y prejuicios, sino para cambiarles el eje, dotándolos de nuevos adjetivos excluyentes. La Argentina, como un mal aprendiz, sigue apostando a las divisiones y a las fracturas, como si no le bastase la enorme fisura que separa a los pobres y excluidos de aquellos que pueden forjarse algo parecido a un futuro. Una fosa, la más penosa y la única que importa, que nos ufanamos de excavar con la frivolidad de quienes no van nunca al grano y dan circunloquios cada vez más grandes para evitar hablar y hacer aquello que hace falta.
A la juventud, el porvenir de una nación, siempre motor de novedades, despertador de sociedades adormecidas o demasiado cómodas, solo se la conecta por sus redes sociales, como un segmento más, para captar su estado de ánimo y lograr su voto. Si el interés en ella fuese genuino, no estarían abarrotados de niños, niñas y adolescentes los comedores escolares, no habría tal abandono escolar en la escuela secundaria y no tendrían dificultades para obtener sus primeros trabajos y luego acceder a la propiedad, miles de jóvenes. Como eso ocurre, quienes pueden anhelan irse del país. Y esta realidad no es nueva, solo más profunda.
Como nunca en estos 40 años y quizás en la historia política del país, hay escepticismo mezclado con angustia y desesperanza. Nunca tanta ausencia de liderazgo y vacío intelectual en la dirigencia política. En estas próximas elecciones nuestro voto será determinante, pese a las dudas, el desánimo y los sinsabores. Clave, para sostener nuestra fragilizada democracia, que se ancla en los principios del Preámbulo y en el texto vivo de nuestra Constitución.
Democracia atacada jornada tras jornada por la distopía de la antipolítica y el individualismo extremo. Asediada por una nueva ignorancia que circula cada día más en Occidente, negando la historia y los triunfos de un viejo y vital sistema, nacido hace 2500 años, que sigue luchando y haciéndose lugar, entre absolutismos, dictadores y demagogos de viejo y nuevo estilo.
Un modo de entender la política que tiene deudas y desaciertos, pero que sigue siendo el único que hace posible sociedades prósperas, sostenido por las cuatro libertades fundamentales: la de expresión, la de culto, la de aspirar a una vida mejor y la de vivir sin miedo, como expresó en 1941 F. D. Roosevelt. ß
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