Un discreto e improbable milagro
Hace medio año se anunció que el canal de televisión en el que trabajo se había vendido. Ahora se anuncia que los compradores no tenían suficiente dinero para comprarlo y que la venta se ha frustrado.
Es una buena noticia para mí. Los compradores, los que anunciaron que habían adquirido el canal, los que entraron un día a los estudios de la televisora e hicieron rezar en voz alta a los empleados ante mi asombro y estupor, me veían con abierta hostilidad. Eran fanáticos religiosos de extrema derecha que defendían unas ideas antiliberales. Como soy agnóstico y liberal, como defiendo a las mujeres que desean abortar y a las personas que desean cambiar de sexo y a las parejas homosexuales que desean casarse y adoptar niños, pensé que los nuevos dueños, apenas tomaran posesión del canal, me despedirían sin dilaciones ni miramientos.
Los compradores, los nuevos dueños, anunciaron que le cambiarían de nombre al canal y que lo convertirían en una televisora que difundiera valores morales conservadores. Lo que ellos llaman “valores morales conservadores” es lo que yo llamo ideas antiliberales, trasnochadas, enemigas de la felicidad individual. Por suerte, a la hora de pagar para hacerse formalmente del canal, los fanáticos religiosos no tenían el dinero prometido. Por lo visto, eran buenos para orar, pero no para pagar.
Así las cosas, parece que el canal seguirá en pie un tiempo más, que los dueños de toda la vida ya no desean venderlo y que no cancelarán mi programa ni me despedirán. Es una buena noticia para mí. Me hace mucha ilusión cumplir en pocas semanas, a mediados de noviembre, cuarenta años haciendo televisión en distintas ciudades de América. No se me ocurre mejor manera de celebrarlo que saliendo esa misma noche en mi programa de televisión. Hubiera sido triste celebrarlo en casa, ya sin programa, ya despedido por los cruzados religiosos antiliberales.
Ha ocurrido entonces un milagro, un discreto e improbable milagro. Los fanáticos religiosos no fueron capaces de honrar religiosamente su palabra. Firmaron unos compromisos de pago que luego, al parecer menesterosos, incumplieron. Es probable que pierdan el dinero que habían entregado cuando se anunció la transacción con bombos y platillos, como si fuera ya un hecho consumado. La fanfarronería podría costarles algunos millones a dichos señores bocazas. Ojalá que con ese dinero los dueños de siempre nos suban el salario.
No creo que eso ocurra, sin embargo. Ahora que la venta del canal se ha paralizado, los dueños de siempre han cancelado varios programas y me han pedido una rebaja sustancial en mis honorarios. Quieren recortarlos en treinta por ciento. Resultará doloroso para mí. Pero peor habría sido que entrasen los fanáticos religiosos y me despidiesen. Por lo visto, si bien ganaré menos dinero, salvaré la vida del programa y seguiré en antena unos meses más, quizás un año más.
El problema es que la edad promedio del espectador del canal, y de todos los canales en inglés y en español en este país, es de unos sesenta años. La gente joven, con mayor poder adquisitivo, ya no enciende la televisión y a veces ni siquiera tiene un televisor en su casa. Solo la gente de edad muy otoñal, gente de mi edad o todavía mayor, se aferra al noble hábito de encender el televisor para ver las noticias, los programas políticos, los juegos deportivos, las ficciones y los culebrones. Como la edad promedio del espectador es de sesenta años, los programas se diseñan pensando en ellos y los pocos auspiciadores publicitarios son clínicas, consultorios, medicamentos, cremas, ungüentos, seguros médicos, inyecciones para bajar de peso, hierbas para dormir mejor, pócimas para curar la impotencia.
Es decir que solo los viejitos ven mi programa, ven el canal donde trabajo. A menudo una joven me reconoce y me dice: Mi abuelita no se pierde tu programa. No ocurre lo contrario. Nunca me dice una anciana: mi nieta no se pierde tu programa.
Como la gente que ve mi programa en particular y el canal en general es de una edad avanzada, gente con problemas de salud, gente en el tramo final de su existencia, gente que encuentra una compañía reconfortante en la televisión, gente sola y desesperanzada que me considera su amigo o su pariente cercano, entonces yo, noche a noche, siento que, más que un periodista de opinión, soy un enfermero que cuida amorosamente a los ancianos de un geriátrico. En unos años, ellos habrán muerto, yo habré muerto, el canal habrá muerto, la televisión habrá muerto. A estas alturas, la duda es quién morirá primero.
¿Morirá del todo la televisión en su formato convencional? ¿Se extinguirán los canales de aire que antes marcaban treinta o cuarenta puntos de rating y ahora a duras penas llegan a cinco o seis puntos? ¿Desaparecerán los canales de cable de la televisión pagada? ¿O el espectador todavía encenderá el televisor para ver, por ejemplo, un debate político, o un juego deportivo, o las noticias sobre una catástrofe? Soy pesimista. Creo que en unos años no habrá televisión abierta ni televisión por cable, así como ya no tenemos en nuestras casas las antiguas radios de sala o portátiles, ni los tocadiscos, ni los teléfonos fijos o inalámbricos.
El futuro, sin embargo, no luce sombrío en modo alguno. La gente seguirá consumiendo ficciones, noticias, juegos deportivos, debates políticos. Pero todo ocurrirá, como ocurre ya, en el teléfono móvil, en la tableta. El televisor es una antigualla, el cable pagado es una cosa anacrónica, en desuso, las antenas en los techos parecen dinosaurios metálicos. Yo mismo, un hombre que sale en la televisión hace cuarenta años, soy una especie en vías de extinción. Encender el televisor y elegir un canal de aire es como ir al canal montando a caballo por la autopista.
Por eso, cuando se anunció hace medio año que el canal en que trabajo se había vendido, y cuando parecía inminente que los nuevos dueños me despedirían por mis ideas liberales, mi esposa y yo fundamos un canal personal de YouTube que lleva mi nombre. En apenas cien días, hemos subido cien vídeos grabados en casa, cien historias personales narradas por mí, cien nuevas entregas impregnadas de elocuencia y pasión, todos los días un cuento inédito más o menos fabuloso, y la respuesta de los espectadores ha sido masiva, abrumadora, superando nuestras expectativas. En apenas cien días tenemos ya más de doscientos mil suscriptores y, en promedio, cada video diario es visto por unos ciento treinta mil espectadores. Con suerte, ningún fanático religioso me cerrará ese canal personal, familiar. Bien se sabe que la necesidad, o el miedo, tiene cara de hereje.
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