"Hay siempre en el alma humana una pasión por ir a la caza de algo", reza una famosa frase atribuida al escritor inglés Charles Dickens (1812-1870). Y es cierto. Todos tenemos anhelos, aspiraciones, metas por alcanzar. En ese sentido, podemos decir que es una actitud saludable. En cuanto opera como un motor que nos lanza hacia adelante, venciendo el conformismo y la mediocridad. El problema es cuando de legítima aspiración se vuelve una ambición obsesiva. En ese caso, convertida en altar, sacrificamos nuestros valores éticos y hasta límites legales. Sin límites, la ambición se vuelve riesgosa, no sólo para el ambicioso sino también para quienes le rodean.

El caso Eróstrato

Eróstrato era un humilde pastor griego (356 a. C, Éfeso), obsesionado con la idea de salir del anonimato y convertirse en una de las personalidades de su época. Para lograrlo incendió el hermoso templo de Artemisa, catalogado como una de las Siete Maravillas del Mundo. Su ambición no tuvo límites. Destruyó una joya de la arquitectura helénica para lograr su minuto de fama. Claro que salió del anonimato, pero el precio que pagó fue muy alto. Por semejante vandalismo fue ejecutado y las autoridades prohibieron mencionar su nombre, bajo pena de muerte. Vaya pirueta del destino. Hoy con el término erostratismo se denominan a aquellas personas que tienen la manía de realizar actos vandálicos para obtener un poco de notoriedad, aunque sea fugaz.

De ambiciones y de límites

Siempre habrá alguien cuya ambición es ocupar la silla más visible de la mesa. El caso Eróstrato nos deja en la antesala de preguntas inevitables: ¿cuáles son nuestros límites en ese afán desmesurado y obsesivo por conseguir nuestros objetivos? ¿Cuál es el precio que estamos dispuestos a pagar por ello? Aclaremos algo en este punto. La primera víctima es la propia conciencia moral. La ambición desmesurada nos lleva a justificar cualquier medio, como sí un fin bueno justificara una acción moralmente reprochable. De repente, nos volvemos imprevisibles hasta para los más cercanos. Ello suele causar desconfianza y decepción. La idea fija, propia de la obsesión, también nos impide ver el daño que hacemos a otros. No seremos ejecutado como el pobre pastor incendiario. Pero la pérdida de afectos suele ser pesado yugo a cargar. A ello hay que agregarle el permanente descontento en el que se vive. Es tal su obsesión, que está más preocupado por lo que no tiene que satisfecho por lo que posee. Será tal vez por eso, que quien todo lo quiere, todo lo pierde.

Algunos remedios

¿Cómo luchar contra esta obsesión? Pienso en una forma, inspirada de alguna manera en las enseñanzas del papa Francisco. En su acostumbrada homilía en la casa Santa Marta, el Papa invitó a pedir la "santa vergüenza", como remedio ante la ambición obsesiva y la mundanidad (Ciudad del Vaticano, 21 Feb. 2017). Sus palabras recordaban a Jesús cuando les pedía a sus discípulos que "si uno quiere ser el primero, debe hacerse servidor de todos". Avergonzarnos por lo que estamos dispuesto a hacer para ocupar ese lugar de privilegio en la mesa. Avergonzarnos por violentar nuestros principios y lealtades. Avergonzarnos por haber expuesto en esa carrera obsesiva, a los más cercanos o a quienes más confiaban en nosotros.

Esa turbación del ánimo ocasionada por la conciencia de una falta cometida o por la realización de una acción deshonrosa, puede ser el espejo que necesitamos mirar para intentar los cambios necesarios. La vergüenza es pesado yugo como para ignorarla. Más que acertada la famosa frase del escritor argentino José Narosky: "Quien ambiciona una corona, ignora su peso".

 

Por Miryan Andújar
Abogada, docente e investigadora
Instituto de Bioética de la UCCuyo