Vengo de una ciudad con río. Me crie a la vera del Ctalamochita, en sus costas de sauces y barrancos, en sus bancos de arena intermitentes, comiendo moras tibias. Cuando me vine a vivir a la capital, la relación que muchas personas tenían con el río, o mejor dicho su inexistencia, me generaba una sensación difícil de describir, hasta que vi el cortometraje Suquía, del cineasta cordobés Ezequiel Salinas.
“Para ellos, solo soy un río sin importancia. Simple y ordinario”, son las primeras frases que salen de la boca amarga del río. Salinas lo hace hablar con una voz misteriosa, que avanza lento, susurrando sus verdades. Las imágenes son en blanco y negro, y nos muestran, principalmente, lo que se refleja en este cauce de agua: lo que ocurre en sus márgenes, voces distantes de niños jugando, el paisaje sonoro de su flora y su fauna, el sonido envolvente del agua que contrasta con el trajín de la circulación por sus costas.
El corto es de 2019 y dura poco más de 13 minutos. Tiempo suficiente para dar cuenta de una construcción: lo que pasa o no pasa entre este río y la gente. Hay imágenes de un pasado distante que lo muestran excediendo sus márgenes, inundándolo todo, autos flotando, casas llenas de agua, escenas que se intercalan con un ahora más próximo: los esqueletos de los edificios que se levantan como torres de piedra.
Pero nada es definitivo en las imágenes que propone Suquía, no revelan una totalidad, allí se conserva su lado más enigmático. Las certezas del paisaje están en el sonido y en las palabras que pronuncia el río, como cuando enumera uno a uno los barrios y dice “mi memoria es un baldío lleno de basura y de nombres”.
Esto nos permite escuchar lo que tiene para decir el río y asumir, por un momento, su rol. Ahora nosotros somos el río y somos el agua que avanza pausada y misteriosamente. Nos hace recordar su potencia arrolladora y también que, sobre todo, al río hay que respetarlo.
He ido al Suquía para oírlo y observarlo. Me hace acordar a mi río: a sus caminos ocultos que recorría en bicicleta y que ahora no existen más. A las veces que entró a mi casa y lo tuve que sacar. A las arañas y las víboras que me traía. A las chozas que armé en los brazos de sus árboles. Ocupa mi memoria el río. La llena de hogar.
Hacia el final de Suquía, la voz provocadora y poética que construye Salinas dice: “Así yo voy avanzando. Un hilo de agua oscura. Pero yo no olvido. Conozco todas sus caras. Me sé todos sus gestos”.