"…Desde su trinchera, por su desmesurado ventanal veía pasar o recordaba todo lo que lo había acompañado en sus intensas jornadas…".

 

Otra vez la ventana generosa dejaba entrar la flamante primavera, cuando la vida vuelve a exhibirse en estallidos.

Don Luciano lo disfrutaba en su lecho desde donde nunca quiso salir. Hace varios años había tenido un accidente que afectó sus piernas y lo mandó a la cama. Pero, aunque con el tiempo superó el problema, él, que había sido un deportista de elite, no quiso levantarse. Y en ese aposento que su mujer primorosamente cuidaba como lecho de rosas, se quedó a vivir su nueva vida. Ni sus amigos lograron incorporarlo, pero tampoco reprocharle, a pesar de que veían claramente que podía mover sus piernas con naturalidad y que reconoció que podía caminar. Él había elegido su universo.

Para don Luciano, el camino se había truncado de algún extraño modo. La psicóloga dijo que había elegido la quietud. Desde su trinchera, por su desmesurado ventanal veía pasar o recordaba todo lo que lo había acompañado en sus intensas jornadas: los carros parlantes que anunciaban la elección donde Perón enfrentaba a Balbín; el pescadero que vendía desde su desvencijada carretela con bocina; el vaivén que, como taconeo de mujer veinteañera, se venía desde el reloj a péndulo que marcaba los sueños desde el comedor; la cuadratura implacable del televisor Grundig mandando crónicas de blanco y negro; el ronroneo carmín del Torino paseando por la calle de ripio su señorío imbatible; el pasito de doña Rita volviendo del almacén donde compró una tira de costillas cortada a serrucho de mano para agasajar a su "viejo" el domingo y dos chiquizuelas para el puchero de hoy.

Profanando la reja retorcida que asemejaba un balcón anterior al terremoto, entraba sin permiso el aire de septiembre al cuarto de don Luciano. 

Una noche los amigos le dieron una serenata. El vals cuyano sonaba nostalgioso y elegante en la ruda voz del cantor amanecido. En el apuro, nadie se percató que había que responder con un vaso de vino de estos lares; por eso el hombre, preocupado por el inconveniente, se levantó de la cama, dio dos pasos en el frío piso de ladrillos y volvió a su sitial. Nadie dijo nada.

Cuando llegaba el invierno, la ventana se cerraba, pero desde el interior una luz intensa delataba las vigilias de Don Luciano. Afuera, la vida trepaba cielos de carolinos; el tajo gris de los gorriones y tortolitas hilaba quimeras de juventud y todo era para bien del amor, que jamás deja de ser algo con sustancia. Las celosías estuvieron siempre de más, porque en el interior, en esa cajuela de sentimientos y susurros, un hombre homenajeaba a la vida a su modo, desde su enigma. 

Vino un tiempo en que escarchas de junio se pasearon por el jardín. Un áspero cuchicheo de fríos se adueñó del mundo. Se vino a cuento la tristeza. 

Y luego -muchachita de lirios- volvió la primavera. Un tiroteo de verdes se ensañó con las ramas. Una brisa fresca tomó el día por la cintura. Todo fue de lumbre, pero un viento negro y ciego cerró la ventana.

 

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.