El domingo 13 de enero del año 2002, el peón rural Rubén José Gill, de 56 años, su esposa Norma Margarita Gallegos, de 26, y sus cuatro hijos, María Ofelia, de 12, Osvaldo José, de 9, Sofía Margarita, de 6 y Carlos Daniel, de 3, fueron al velatorio de un vecino en Entre Ríos y se los tragó la tierra.
Casi tres meses después, la madre de la mujer y abuela de los chicos, María Adelia Gallegos, se enteró de la desaparición de su familia por Alfonso Goethe, un alemán conocido por su mal temperamento y dueño de la estancia La Candelaria, donde Rubén trabajaba como peón y vivía junto con su esposa y sus hijos.
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María los buscó vivos durante mucho tiempo, pero la esperanza se le fue desdibujando a lo largo de los 21 años que pasaron desde aquel día y ahora lo único que le queda es una amarga sospecha. “Goethe los mató, algo les hizo”, dijo la mujer a TN, y añadió: “Solo quiero saber por qué y qué hizo con ellos”.

Piezas sueltas de un rompecabezas
Las hipótesis del caso fueron de lo más variadas y algunas hasta descabelladas. Apenas desaparecieron, se creyó que los Gill se habían ido por voluntad propia. Los buscaron primero en Santa Fe, donde se especuló con que la familia podría haber ido en busca de un futuro mejor. Después los buscaron en Córdoba, donde tenían parientes, y más tarde también en Chaco, Corrientes, Paraguay y Brasil.
Pero no se encontró ni un solo registro oficial ni datos migratorios de ellos. Ninguno de los chicos fue inscripto en ninguna escuela del país, nadie necesitó nunca atención médica, ninguno votó, jamás se comunicaron con nadie. Y en poco tiempo todas las sospechas apuntaron a Goethe, a quien se le llegó a atribuir incluso la paternidad del hijo menor de Margarita y Rubén.

También dijeron que después de masacrarlos a todos, el patrón los había descuartizado y tirado sus restos a los chanchos para que se los comieran. A Goethe lo acusaron de todo, pero nunca le pudieron probar nada, y murió en 2016 en un accidente automovilístico sin haber sido jamás imputado, llevándose, si es que la sabía, la verdad con él.
Pero María está convencida de que sus familiares fueron asesinados y el responsable, para ella, fue Goethe.
“Ellos vivos ya no están, lo único que queremos saber es por qué”, insistió en diálogo con TN la mujer, y lamentó: “Eran criaturas indefensas. Un nene de 3 años cómo se iba a defender si no tenía ninguna maldad...”. La frase la dejó en suspenso, como suspendidos quedaron los recuerdos de sus seres queridos de un día para el otro en aquel enero de 2002.
Según pudo reconstruir a partir de los testimonios, los días previos a la desaparición su yerno, Rubén, “andaba triste y pensativo”. “Goette tenía que pagarle un porcentaje de la cosecha y no se lo pagó”, detalló María. Y aunque el jefe que había nacido en Alemania fue el único sospechoso que tuvo la causa, cuestionó que su familia jamás se pusiera en contacto con ella, ni antes ni después del choque en el que el hombre perdió la vida. “Solo vinieron una vez, pero para pedir el expediente”, apuntó.
Por otro lado, María resaltó que tras la desaparición de su hija también se esfumaron muchas de sus cosas y la casa donde vivían con Rubén y sus cuatro hijos “quedó toda rota”. Otro detalle que le llamó la atención es que Margarita “no cobró el último mes de su sueldo” como cocinera en la escuela a la que asistían sus chicos. Todas piezas sueltas de un rompecabezas que, a pesar del tiempo y de su lucha incansable, todavía no logró reunir.

La nueva pista
En las últimas horas, una nueva pista reimpulsó la investigación del caso, por el que actualmente hay una recompensa vigente de 9 millones de pesos ofrecida por el Gobierno nacional para quien aporte datos certeros para resolver el misterio.
El indicio hasta ahora desconocido llegó al titular del Juzgado de Garantías de Nogoyá, Gustavo Acosta, quien tiene a cargo el expediente desde 2015, a través de la propia María Adelia Gallegos, después de una conversación que esta mantuvo con un hombre durante una visita al Hospital San Blas.
Se trata del empleado de una funeraria, vecino de Crucesitas Séptima o Don Cristóbal Primero, que aseguró haberse cruzado años atrás con otro sujeto, al que le escuchó contar detalles del destino final de la familia Gill.

“El testigo tiene identidad reservada”, confirmó María a TN, y precisó: “Es un hombre muy mayor de edad y tiene mucho miedo”. “Siempre buscamos nuevas pistas para seguir con la causa”, añadió.
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Cada indicio que surge es una posibilidad nueva de conocer por fin la verdad de lo que le pasó a su familia, y aunque hasta el momento los resultados de las distintas excavaciones que se hicieron fueron negativos, María no se da por vencida. “No voy a parar hasta encontrarlos, confío en que Dios me dará la fuerza para hacerlo”, concluyó.
El caso, por los protagonistas
Guillermo Vartorelli, uno de los primeros abogados que representó a la familia Gill allá por el año 2008, contó a este medio oportunamente: “Desde que se hizo la denuncia hasta que se realizó la primera excavación- superficial- pasó más de un año”.
Ante la falta de avances, contó Vartorelli: “Pedí al Ministerio de Justicia de la Nación que facilite un geo radar de última tecnología, y a la provincia que provea buzos para buscar en los arroyos”. A eso se sumó un grupo de perros buscadores que aportó la Policía de Rosario. Pero el paso del tiempo y la enorme extensión del campo fueron obstáculos difíciles de sortear para la búsqueda.

De acuerdo al relato del letrado, el trabajo de ese equipo entonces fue limitado porque “no operaba en zonas húmedas o sembradas”. Se excavaron pozos, se hicieron rastrillajes, y pruebas de luminol buscando posibles manchas de sangre en la casita donde vivía Gill con su familia dentro de la estancia y también en algunos galpones, pero sin éxito.
“Fue frustrante porque había mucha expectativa”, dijo Vartorelli. No obstante, aunque no se encontraron elementos de interés para el avance de la causa, resaltó un extraño detalle: “Encontramos 2900 pañales en un pozo en un campo de enfrente”. De la familia Gill, en cambio, ni un solo rastro.
Para el abogado, los Gill “nunca salieron de Crucecitas Séptima”, en alusión al predio ubicado 80 kilómetros al este de la capital entrerriana, lugar en el que se encontraba la estancia La Candelaria, donde vivían y trabajaban.
Juan Rossi era comisario inspector de la Policía de Entre Ríos al momento de la desaparición de la familia. En diálogo con TN, recordó que la hipótesis inicial era que se hubieran ido por voluntad propia.
“Se mencionó la posibilidad de una mejora salarial, también alguna enemistad con el dueño de La Candelaria, pero no había indicios todavía para sospechar de ningún delito”, afirmó.
Esa situación fue cambiando a medida que transcurría el tiempo y las diferencias que existían entre “Mencho” Gill y su patrón empezaron a salir a la luz y acapararon toda la atención.
“Las diferencias radicaban en la conducta un poco patriarcal de Goethe”, contó el policía, y apuntó a modo de ejemplo que el “el alemán llegó a molestarse cuando se enteró de que la familia tenía un celular”. “No permitía que tuvieran libertades propias de cualquier persona y quería involucrarse más en la crianza (de los chicos)”, resaltó Rossi.
El compromiso con el caso jugaba al límite con la obsesión de encontrarlos, a tal punto que se instalaron en “La Candelaria” durante un período de tiempo. “Conseguimos una casa rodante para poder vivir ahí, y no tener que hacer 80 kilómetros todos los días para ir y venir de nuestras casas”, manifestó el excomisario, que aún hoy lamenta no haber podido entregarle a María Adelia Gallegos los restos de sus parientes. “Ella tiene la ilusión de poder sepultarlos”, indicó movilizado.
Por su parte, el juez Acosta sigue a la espera de que con el principal sospechoso del caso muerto y el incentivo económico de una recompensa económica, si existe algún testigo que sepa algo, pierda el miedo y se acerque a declarar. “Los delitos de lesa humanidad que ocurrieron en los ‘70 todavía siguen esclareciéndose”, sostuvo esperanzado.
Sobre Goethe, recordó que era un hombre de campo conocido entre los vecinos por su carácter fuerte, al que, incluso, muchos le tenían miedo. Casado y con dos hijas, corría en voz baja el rumor de que envenenaba animales.
“A veces envenenaba a los perros de los vecinos cuando se le metían en el campo”, contó a TN el magistrado, y agregó: “También envenenó a su propio perro porque lo molestaba”. Las personas no escapaban del carácter explosivo del sexagenario. De hecho, cuando desapareció la familia Gill, tenía con ellos un juicio laboral por maltrato.
Aún cuando ya pasaron 21 años, la causa sigue abierta y Acosta promete investigar hasta agotar las posibilidades. “Si bien el tiempo nos juega en contra, mi expectativa es poder darle una respuesta a la familia”, cerró.