"El hombre que conocía el infinito", es mucho más que el título de una gran película inglesa (2016). Narra la vida y la carrera académica del joven profesor de matemáticas de origen indio Srinivasa Ramanujan (1887-1920). El brillante científico rompió estereotipos y barreras culturales al lograr ingresar a la Universidad de Cambridge (1913). Autodidacta, con poca instrucción, obsesivo por los números y de profundas convicciones religiosas, demostró a lo largo de su vida y su legado, la armoniosa conexión entre la fe y las matemáticas. No sólo se liberó de prejuicios raciales, religiosos y sociales, también puso en jaque la extendida creencia de que ciencia y fe son incompatibles y antitéticos.
VENCIENDO PREJUICIOS
Existen quienes desconfían en general de la ciencia, amparados en pretensos argumentos religiosos. También están aquellos que piensan que la religión oscurece a la razón y no le permite a la ciencia avanzar. En principio, a manera de hipótesis de trabajo, pienso que hay puntos en común en ambos extremos. El primero de ellos es un gran desconocimiento de ambos lados. Desconocemos la naturaleza, los fines, los ámbitos propios y las limitaciones específicas de ambos órdenes. Junto a ese desconocimiento, hay una especie de arrogancia en los dos extremos: el sabidillo (sabihondo) de la ciencia y el sabelotodo de la religión. Obviamente, pocos puentes se pueden construir desde la soberbia. Esta soberbia que nubla la razón, impide ver un gran punto de contacto entre ambos: el ethos. Cuando la ciencia y la investigación se proponen fines honestos, emplean metodologías éticas, apuntan al bien integral de la persona y fundamentalmente, respetan la dignidad humana, está poniendo en juego valores éticos, compatibles con los propuestos por no pocas religiones, entre ellas la católica. No me refiero a la ética como un conjunto de normas que algunos pueden percibir como especie de corsé al avance científico. Me refiero más bien, al modo en que Aristóteles entendió la ética: como la morada del alma, donde el yo aprende una forma de ser y habitar el mundo y la realidad que nos toca vivir. Por eso es impensable que existan científicos moralmente neutros. Frente al bien y al mal, nadie lo es.
LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD
Hay algo más en común: de uno y del otro lado, nos mueve la misma ansia por encontrar la verdad. La persona es un ser que siempre se interroga y avanza en búsqueda de respuestas sobre la verdad, el bien, lo bello, lo justo. En el fondo y siempre desde la fe que sostengo, estamos en búsqueda de Dios. Eso explica la memorable frase atribuida a Albert Einstein, físico alemán, premio Nobel de física (1921) cuando decía que: "El hombre encuentra a Dios detrás de cada puerta que la ciencia logra abrir". Setenta años después, Juan Pablo II insistirá en esta idea: "La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad". Con esta expresión inicia la memorable Carta Encíclica Fides et Ratio (1998) Repárese que el Papa habla de contemplación, no de creación de la verdad. La verdad está en la realidad de las cosas. Lo que hace el científico es correr velos para que esta aflore en todo su esplendor. La verdad se contempla, se descubre, se admira, se goza y necesariamente, se comunica. Y mientras avanzamos en esta búsqueda, la fe aporta la certeza de conocer ya la fuente de la verdad. Las dos se complementan y se necesitan. Por eso con razón se dice que la ciencia sin la religión es coja, pero la religión sin ciencia, es ciega (Einstein).
Por Miryan Andújar
Abogada, docente e investigadora
Instituto de Bioética de la UCCuyo