Un niño es una hoja en blanco. Desde su nacimiento, comienza la primera página del libro de su existencia. Quienes la escriben son la mayoría de las veces el padre y la madre. Y, por cosas de la vida, a veces otras personas que, queriéndolo o no, asumen el papel de padres. Abuelos, tíos, padrinos, madres de crianza, padres postizos, a quienes no les tiembla la mano para tomar el lápiz y empezar a escribir una nueva historia.
Más tarde, todo se revelará de quien o quienes escriben esas primeras líneas: la espera, el amor, la ternura, la generosidad, los cuidados, la estimulación, el espíritu lúdico, las ambiciones, la seguridad, pero también la desidia, el desamor, la molestia, el rencor y, hasta en los casos extremos, el odio.
Esa página sola nos dice mucho sobre la persona en la que ese ser se convertirá. La tinta que se usa en esos primeros renglones parece, en muchos casos, imposible de borrar, aunque algunas personas especiales son capaces de eliminar todo rastro de desamor y de odio, y reescriben –ellos mismos– los últimos renglones de esa hoja. Ya se sabe, el poder de la memoria es muy fuerte.
Con el paso del tiempo, vemos cómo esa primera página reaparece una y otra vez en cada existencia; cómo las luces y las sombras de las almas tienen esa tonalidad impuesta en los primeros años de vida. Algunos tienen la suerte de reescribir su origen, de elegir otros colores, sin arrancar esa hoja. Otros nunca encuentran esas primeras páginas del libro de su vida y sólo continúan un relato de día a día. Y son capaces de escribir maravillosas historias de vida.
La mayoría ha memorizado esos primeros renglones, como las canciones infantiles que no hemos olvidado, y parece nunca querer pasar de ahí, porque los colores y el amor con el que sus padres escribieron esas primeras líneas son de una delicadeza y de una dulzura que nadie quiere olvidar. Son quienes fueron esperados, amados, cuidados, mimados. De quienes sus padres prefirieron ver siempre al niño chiquito e indefenso que nunca dejara de necesitarlos.
Son esos espíritus alegres y adultos contentos consigo mismos. Que leen y releen esa página y ven todo el amor y el cuidado del que gozaron, y que en la mayoría se desvanece suavemente para reaparecer páginas más tarde, cuando son ellos quienes tienen en sus manos la tarea de escribir la historia de sus hijos.
Y entonces esos nuevos padres elegirán de manera cuidadosa y paciente las palabras, los colores, las comas y los puntos y aparte en la historia de sus chicos. Tendrán la responsabilidad de elegir si pasar un renglón y dar aire a la historia. Si escribir con lápiz, para ir borrando lo que no funciona, o si escribirán con tinta decidiendo no releer lo escrito por miedo a arrepentirse, como lo hicieron sus padres.
El libro de la vida continúa con varios capítulos más: la adolescencia; la juventud; la mayoría de edad, que no es no es lo mismo que la madurez, ya que algunas personas nunca la alcanzan; la adultez, la edad que más se extiende y que escribe la mayor cantidad de páginas, y finalmente la vejez, en la que a veces –como al principio de la historia– otros toman el lápiz y escriben, para bien o para mal, los últimos renglones de una vida.
Personalmente, preferiría sostener yo misma el lápiz y firmar de puño y letra la última página en el libro de mi vida. Es que la primera página de mi libro fue maravillosamente divertida.
* Licenciada en Sociología