Retrato de un hombre bueno
La memoria es el arte de la desesperación. Cuando era chico, cruzaba la calle Alvarado a diario para visitar su local, que quedaba casi enfrente de casa, y hoy, medio siglo después, paso horas con los ojos cerrados, intentando reconstruir, con la lentitud con la que crecen las plantas, los detalles de estantes, cajas, latas, instrumentos y herramientas, hasta que choco con el olvido, blando, pero impiadoso, como la niebla.
Don Adolfo Ayvaian estaba siempre en su puesto, de buen humor y cordial, predispuesto a responder sin exasperarse las preguntas interminables del nuevo vecinito que había llegado en agosto de 1968 y parecía sentir más interés en cómo se remendaba un zapato que en los asuntos propios de su edad. Supongo –no lo sé– que don Adolfo nunca supo que su taller era para mí como regresar al bazar de mi abuelo Manuel, donde había pasado buena parte de mi infancia, y ahora, tras la mudanza, me había quedado a once cuadras infranqueables.
Si mi abuelo me había enseñado el poder seductor de la narración, este hombre alto y corpulento, con cara de bueno, zapatero de los que tienen los dedos ajados y manchados de betún, me enseñaría uno de los dones más profundamente humanos que existen: la destreza manual. Recuerdo que me pasaba horas observando cómo transformaba el informe pliego de cuero en una suela que parecía nueva, su precisión imposible cuando clavaba la tapita de un taco diminuto en el zapato de una persona que no estaba ahí, y de la que sin embargo podían adivinarse cosas, o el corte quirúrgico para eliminar una rebarba rebelde, con su cuchillo reducido a un escalpelo por las décadas de trabajo y de desvelo.
Su nombre era Hagop –aunque todos lo llamaban Adolfo– y había nacido en Grecia durante un breve período en el que sus padres, armenios, habían residido en el archipiélago. Poco después rumbearon para la Argentina y, pasada una vida, recién llegado al barrio, a los 8 años, me hice amigo de una de sus hijas, que tenía mi misma edad, conocí a su papá y su taller, que era también un cosmos, y nuestras familias entablaron una amistad y solían pasar la Navidad o el Año Nuevo en esas fiestas abiertas propias de la época.
Supe –a lo mejor me lo contó él mismo en nuestras charlas eternas– que sabía tocar el violín y que había sido boxeador; nos enseñó, a mi hermano y a mí, la forma correcta de pararnos ante un rival y cómo formular una guardia inabordable. Nunca pensé que algo así iría a servirme, hasta que me encontré involucrado en una guerra. Pero esa es otra historia.
Su local era un mundo. Aluvial, como el de mi abuelo, aunque de una naturaleza diferente, parecía una galaxia de herramientas, cajas, instrumentos y materiales que hacían foco en su banco de trabajo. Allí, lo que parecía inconexo y caótico, cuajaba en una reconstrucción minuciosa basada en una tradición de siglos. El aire olía a cuero, por supuesto, pero por debajo circulaban corrientes de adhesivo de contacto (que me enseñó a usar, y eso me ayudó muchos años después, cuando estudié fotografía) y de betún, y tal vez el esquivo rastro del óxido. En el centro de esa escena, Adolfo irradiaba bondad en un taller sombrío que parecía recortado del tiempo y donde reinaba un silencio apenas tornasolado por sus tangos, y entonces la bondad se percibía más, hasta que de algún modo, siento hoy, se me fue haciendo hábito. Aprendí que la bondad es una práctica. Jamás lo oí gritar.
Nunca antes había asistido a ese exorcismo en el que un zapato que parecía desahuciado volvía a estar lustroso y con muchas millas por delante. Pero hay algo más, más profundo. Don Adolfo me enseñó que hay que sacar el texto de un tirón (creo que lo mismo sostenía Steinbeck), y después pulir. Primero está la piedra, después aparece el boceto y al final vienen los detalles. Me dio así una de las lecciones literarias más importantes que aprendí en mi vida, justo cuando empezaba a escribir, y lo hizo en su taller de compostura de calzado, en la calle Alvarado al 2500, en el barrio de Barracas de la ciudad de Buenos Aires, medio siglo atrás.
Nota de la versión online: la foto que abre esta nota es obra del gran Ricardo Alfieri (padre) que, supe hace poco, frecuentaba el taller de don Adolfo y le tomó este retrato, que es impecable. Sobre la relación entre ambos, que desconocía, me contó su hija Adriana, amiga de mi infancia, con quien sigo en contacto. Obtuve la autorización para usar la foto de Ricardo en esta nota gracias a los oficios de su nieto, Mauro Alfieri, fotógrafo de LA NACION.

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