Ir y venir del otro lado del espejo
“La realidad está sobrevalorada. Nosotras lo sabemos perfectamente”, escribe Bárbara Belloc en La locura es un bien de familia, su último libro que, también, es su primera obra narrativa. Bárbara es poeta, publicó nueve libros de poesía (entre ellos, Canódromo, que obtuvo el premio nacional 2019) y ahora, en este café de Balvanera donde nos reunimos a hablar de su flamante trabajo, la frase vuelve a hacerse escuchar.
“La realidad está sobrevalorada”, dice, sonríe y se explaya: “hay mucho más que esto y está al alcance de la mano”. Hace un gesto pequeño, como aludiendo a una escurridiza hendidura en el aire, la zona de misterio. Pienso en Remedios Varo, en Leonora Carrington –intuyo que integran su panteón– mientras ella continúa: “apenas se necesita un pequeño salto de imaginación”.
Mucho de eso hay en La locura es un bien de familia, libro que nació casi espontáneamente: siete libretitas escritas día a día, tras cada visita que la autora hacía a su madre, internada desde hace tres años en una residencia geriátrica. Letra prolija, abigarrada, que durante unos meses capturó, en la paradójica quietud que a veces tienen algunos bares, la enormidad de lo que les estaba pasando a una madre, a una hija y los recuerdos, palabras, presencias y legados que se entreveraban entre ellas.

Ni crónica ni diario, ni novela ni libro de poemas, La locura es un bien de familia es un poco de todo eso. Atravesarlo tiene algo de dejarse llevar por un arroyo amable aunque de cauce imprevisto. Hay humor, dolor, ternura, inteligencia; fragmentos de sueños, reconstrucción de recuerdos, citas, poemas escritos a conciencia y no tanto. “Yo oigo celeste”, leemos, y sabemos que quien dice eso es la madre. “Voy a cambiar de profesión. ¿A ver? ¿Cuál? Boxeadora. Tené cuidado que es muy peligroso. No, no tanto, me voy a poner guantes. Aunque uses guantes es peligroso. Me dice: si mato a alguien después te aviso”, leemos, y sabemos que madre e hija están hablando en su propio código.
Bárbara le lleva libros de animales, poemas, flores. La madre señala la única flor amarilla de uno de esos ramos: “Qué gracioso, hiciste una tercera, una quinta (habla de intervalos musicales) y una nube”.
Además de las palabras, la música. Enrique Belloc, el padre, fallecido en 2020 durante la cuarentena, era músico vanguardista, compositor, docente. “El hombre del oído absoluto”, describe la hija.
A lo largo de las siete libretitas que dieron lugar a La locura es un bien de familia, Bárbara entrelaza los encuentros con su madre con toda una memoria familiar. Está Enrique, el papá con el que compartía noches en vela –a escondidas de la diurna y disciplinada mamá–, dedicados los dos a escuchar algún disco nuevo, desarmar alguna consola para ver cómo era por dentro, saberse compañeros en eso de detestar la rutina y las obligaciones de la escuela o el trabajo. Aparece también un abuelo apasionado por la caligrafía, el ajedrez y el juego; otro abuelo, cinéfilo, arquitecto, cultor de las fiestas y el whisky; una abuela que nunca quiso tener hijos pero tuvo cuatro.
“Se resistían a encajar en las reglas –me dice Bárbara–. Se atrevían a jugar con los límites, transgredirlos, encontrarle un sabor a la vida que de otro modo no tiene”. De allí los continuos juegos de palabras, el permiso para que una pasión –por caso, la música– lo desborde todo, el gusto por el “disparate”, la pulsión lúdica. Bárbara se crio entre gente empeñada en tirar hilos hacia ese otro mundo que está en este; el legado son esas ansias de sumar colores a la paleta, la delicia de saber que, cada tanto, se puede ir y venir del otro lado del espejo.
La madre, hoy, habla de un gato llamado Nube: “Yo creo que Nube es el próximo Cristóbal Colón. Pero no lo tiene que tocar el agua”.
La madre dice: “Quiero vivir para verte, hija”. Bárbara responde: “Yo también”

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