Un hombre en una esquina
Él pinta. En la esquina en la que está, la gente pasa de un lado al otro para tomar el colectivo, llegar a la cochera, pasear al perro, dejar a los niños en la escuela, ir al médico, ser puntual en el trabajo, pero él se queda allí y hace eso, pinta. La construcción que ocupa la mayor parte de esa esquina es ancha, es clarita, es baja y le funciona como atril. En la esquina, ahora su esquina, apoya papeles en blanco, a veces paspartú, y pinta. Tiene varios pinceles y muchos colores. Con eso pinta. En soledad. No habla y mientras pinta también muestra lo que ya pintó, por si alguien se acerca y le dice hola, qué tal, cuánto pedís por este y señala con el dedo la pintura de esa mujer de cabello larguísimo hecha de trazos en tonos azulados. Él pinta. Hace frío y pinta, hace calor y pinta, incluso cuando llueve, si llueve poco, pinta. Cuando no pinta duerme, a unos pasos, en una carpa que montó sobre la vereda llena de pisadas, donde guarda todo eso que es. Y es morocho, tiene los hombros en altura, las manos que bien podrían manipular lo duro, un hierro, el cobre, la ropa manchada un poco con pintura, más que nada por los días en esa esquina, la piel también. Marcada. De pronto se aleja de eso que pinta, apenas, para mirarlo y se queda con el pincel en alto como quien está a punto de saber. Después vuelve y sigue. Moja las cerdas en colores montados en la intemperie, siempre en la intemperie, el arte en la intemperie, la vida ahí, a la vista, y pinta. Para él lo único que vale. ¿Tendrá razón?
Hay algo de elegancia en lo que hace. Un ritmo, un movimiento, una decisión casi política. Pinta y el tiempo avanza. Con esa precisión. Pinta y pasan las noches, las heladas, las bicicletas, los calores en invierno, los 28 grados en agosto, el temporal, las elecciones, esa tormenta, el agua por todos lados, dentro del gimnasio a unos metros. Pinta y cambian los semáforos, las flores del barrio, los restaurantes, la fachada de la hamburguesería de la otra cuadra. Pinta y la luna arriba.
A veces charla con alguien. Y ese alguien se repite. a veces son dos, son tres. a veces, quizás un joven, pasa y lo mira y si se atreve le habla y le pregunta cómo lo hace. ¿Cómo lo hace? No es por la técnica, el color, es por todo, es por lo otro. ¿Cómo? Él pinta y basta. Con sol, con la luz de los postes de esta avenida que va y viene. Él pinta y pinta no por lo pintado sino por pintar y al pintar consigue algo distinto que solo se percibe cuando se camina por allí; esos pasos que se dan sobre sus baldosas salpicadas son pasos en otro aire, son segundos en que la verdad se confunde o se esfuma y entonces él pinta y lo demás parece estar a salvo. No hay miedos, no hay preocupaciones, no hay cuentas por hacer. Él pinta y cuando no pinta mira lo que pinta. Las escenas, los personajes, el rejunte. Se sienta en la vereda, apoya su espalda contra el edificio, el atril, ahora el sillón, mira y de ese modo se mira.
Él pinta. Quién sabe cómo consigue los pinceles, los tarros, pero ahí están, los tiene. Los cuida. Hay noches en que le ofrecen un plato de comida. Dice que sí, si no comió; dice que no, si está lleno. Él pinta y no piensa a futuro. Él pinta a toda hora y sus cuadros exhibidos de ese modo parecen un mural, su mural, una muralla en rojos, amarillos, negros, violetas que limitan lo que es él con el resto, que dicen hasta acá el mundo, de esta parte en adelante yo. No pasar.
Él pinta. ahora en particular es un día de semana y el clima se apiada. Él pinta pero en este momento no está. En su esquina un muchacho lo espera. Hay una silla de oficina, eso es nuevo. También el muchacho, que aguarda sentado sobre un bolso rojo. Él pinta incluso si no está. Los cuadros lo muestran. Él pinta. Ya volverá.
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