
Una tradición bajo amenaza
En algunos edificios públicos de París se descubren tres palabras que movilizaron la discusión política, económica y social a partir del último cuarto del siglo XVIII. Libertad, igualdad y fraternidad se escribieron juntas, pero su relación no siempre fue armónica y su sentido fue evolucionando a lo largo de la historia.
El liberalismo, banalizado hasta el hartazgo en el discurso público presente, pertenece a la tribu de la revolución francesa, en donde también se encuentran sus promotores iluministas y los revolucionarios de la independencia de las Trece Colonias al otro lado del Atlántico. Una tribu amplia y diversa que sumó familia en América, Europa y en el resto de los continentes a partir del siglo XIX, con diferencias, pero referenciándose a su modo en ese trípode de conceptos seminales.
El liberalismo político no es uno y definitivo, es redefinido al calor de la evolución de las sociedades y fue enriquecido por derechos políticos, sociales, económicos y medioambientales. Pero su basamento aspiracional sigue incólume: individuos libres en igualdad de derechos y posibilidades, garantizados por sus comunidades políticas y cooperando en pos del bien común.
El liberalismo económico, cuyo padre fundador fue Adam Smith, surge en paralelo a la Revolución Industrial. Su teoría fundó una tradición rica y diversa, rescatando el valor del mercado y de la competencia. Sus conceptos, a causa de los cambios del sistema económico y de las ideas políticas y sociales, fueron dando lugar a distintas escuelas de pensamiento cuyo vértice fundante fue el liberalismo smithiano. Como también dieron origen a quienes lo cuestionaron con severidad y profundidad, como Marx y sus seguidores, también distintos, también plurales en la discusión con su maestro y en sus perspectivas teóricas.
En la evolución del capitalismo, cuyo origen se rastrea en el medioevo, pero que cobra forma en el siglo XVIII, se descubrieron las fallas en los mercados (ineficiencias/externalidades) y en la competencia (monopolios y oligopolios). Surgieron Estados reguladores eficaces y de los otros: enormes, fofos e ineficientes. Entre otros temas, se discute entre los cultores de esta ciencia social si el individuo es racional a la hora de elegir o en qué medida o circunstancias deja de serlo. La disciplina económica, como se ve en esta pequeña muestra, se nutre de controversias y debates intensos, arduos y ricos.
Como ocurre con el político, el liberalismo económico no sigue un camino único de pureza conceptual. Cambió, evolucionó y sus discusiones no están cerradas de ningún modo. Basta ir de oyente a algún curso universitario de historia de las ideas económicas. Como en política, en economía tampoco existen recetas universales y aplicables en todo contexto y lugar.
Lo que existe, la historia y la actualidad del mundo lo evidencian, son economías y sociedades mixtas que continúan recreando la tensión propia y natural entre el individuo y el Estado, entre el mercado libre y las regulaciones, entre la libertad y la igualdad. Viejas y actuales antinomias, tan humanas, tan apasionantes, canceladas arbitrariamente por las nuevas formas del fundamentalismo ideológico que han aparecido en el escenario político. Un fundamentalismo que niega la historia, a sabiendas o por mera ignorancia, imaginando una sociedad de individuos que se reúnen por interés egoísta en un mercado que le pone precio a todo, incluso a sus órganos. Un ideologismo cómodo en los extremos, que valora todas las cosas y personas en función de un cálculo de costo-beneficio. Una cuenta utilitaria que despoja de contenido humano cualquier discusión relevante.
Una visión de la sociedad que se olvida de la palabra fraternidad, la que abraza a las otras dos, libertad e igualdad, y las contiene, para que tengamos presente el sentido principal de por qué vivimos en comunidades democráticas. Un bello concepto que tiene origen en el vocablo fratello, que significa hermano. Un término que proviene de aquella revolución que nos definía como libres e iguales en derechos, pero nos consideraba vinculados unos a otros por la simple condición humana: cooperando, como evolucionó la especie humana, como se construyen las sociedades justas, como se sostiene la democracia.
Una democracia, sin duda, castigada por la impericia económico-social de los últimos gobiernos y amenazada por una nueva utopía individualista que contradice las mejores tradiciones de Occidente.

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