Una mala fotocopia del mundo
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Tengo la sensación de que este no es el mejor momento para escribir un texto así. Pero hace tanto tiempo que dejó de serlo que tengo asimismo la sensación de que pasará un largo período antes de que sea la ocasión propicia. Todavía más paradójico, si fueran tiempos propicios para decir estas cosas, entonces no haría falta decirlas.
Casi todo el mundo conoce las pantallas LCD. Constituyen una industria que sonrojaría al más próspero. Lo que pocos saben es que Friedrich Reinitzer descubrió los cristales líquidos (de allí las siglas inglesas LCD) en el colesterol extraído de las zanahorias. Eso fue en 1888. Es casi seguro que Herr Reinitzer, interrogado acerca de para qué podía servir su descubrimiento, respondió: “Para fabricar pantallas electrónicas y obtener ingresos por 65.000 millones de dólares al año, claro”. Está bien, ríanse, es un chiste.
Las luces LED, que hoy están por todos lados y han cambiado significativamente la ecuación energética del mundo, surgieron como resultado del descubrimiento de los pozos cuánticos. Me gustaría ver qué cara pone un simplificador serial cuando le hablan de pozos cuánticos. Seguramente haga un mohín de disgusto. Pero hay más. Estas nuevas luces, que (redondeando) duran cien veces más que las convencionales y equivalen a 70 lámparas fluorescentes, llegaron a existir porque ahí donde la industria había bajado los brazos, los profesores Isamu Akasaki e Hiroshi Amano insistieron, una y otra vez, hasta que dieron con la combinación correcta de materiales y procesos. Lo hicieron en la Universidad de Nagoya, en Japón. Una universidad pública. Junto a Shuji Nakamura, ganaron el premio Nobel de física en 2014.
A veces sirve simplificar. Lo sé por experiencia. Hace 40 años que escribo sobre ciencia y tecnología. Ayuda a darse una idea, a divulgar. A veces, a inspirar. Sigo recibiendo, cada tanto, el mensaje de un ingeniero en sistemas que me dice que descubrió su vocación leyendo las columnas que publico en LA NACION desde 1993. Y que simplifican; no hay modo de hablar de cómputo, criptografía o TCP/IP sin simplificar. Sí, a veces, sirve.
Pero toda actividad, no solo la física y la química, que han sido históricamente fuente de riqueza, es compleja. En ciertos casos, nos lleva al límite mismo de lo que los humanos somos capaces de conocer. El Teorema de Completitud de Gödel, por ejemplo, y la Teoría de la Complejidad (una rama de la matemática y la computación) nos enfrentan a una pregunta escalofriante. ¿Nos da la cabeza, a los humanos, como especie, para comprenderlo todo? Nuestra inteligencia es el rasero con el que medimos, ufanos, todo lo demás que vive en este mundo. Pero cuando la inteligencia humana intenta juzgarse a sí misma, el asunto se pone peliagudo.
No obstante, simplificamos. Es fácil. Comunica bien. Vende. El problema es salir de las simplificaciones cuando un número muy grande de personas se ha convencido de que es así de simple, cuando están persuadidos de que la Tierra es plana y que esas sutilezas insolentes que arrastramos desde Pitágoras son solo una sarta de excusas que anteponen los débiles para no lanzarse, implacables, a conquistar el mundo.
Cada oficio, cada ciencia, cada actividad humana, hasta la que parece menor o insignificante, es un universo de secretos. Simplificar es fácil, comunica bien y vende. Pero es peligroso. Nos lleva a deducir, como deduce un niño pequeño, que las cosas son lo que parecen. Que las ciencias básicas son auxiliares de la industria y que las artes deben estar al servicio del bien común.
Asusta cuando la simplificación se convierte en un clima de época, en política de Estado, en sello de una generación. Cuando esto ocurre, pasamos de vivir en un mundo de matices y prodigios a vivir en una fotocopia del mundo. A propósito, ¿saben cómo nacieron las fotocopias? La historia es larga, pero empieza con una pregunta de Albert Einstein.

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